"La diferencia entre realidad y ficción es que la ficción debe ser coherente".
Truman Capote
1.- Los artistas conceptuales son antes místicos que racionalistas.
Arriban a conclusiones ajenas a la lógica.
Truman Capote
La vida de la mente. El camino de Peter Handke
Mayo 2010
En Seis propuestas para el próximo milenio,
Italo
Calvino repara en una curiosa bifurcación de la escritura. Durante mucho
tiempo la reflexión fue capaz de narrarse a sí misma y explicar las condiciones
en que ocurría. De Platón a Rousseau, el pensamiento requirió de un soporte
descriptivo, ajeno a la especificidad de las ideas. Descartes comienza su Discurso
del método al modo de una novela, informando del invierno, el
fuego en la chimenea, las tropas que se movilizan en la cercanía. La reflexión
aparece inmersa en la vida y determinada por ella.
En el siglo XX el discurso filosófico siguió
la senda de la especialización. Una vez acreditada su importancia y asegurados
sus presupuestos, la Academia se concentró en las ideas sin insistir demasiado
en su vínculo con el entorno. Por su parte, la novela apostó en la mayoría de
los casos por la exterioridad –el mundo de las acciones o las descripciones
objetivas–, aunque no se privó de explorar, en grandes casos excepcionales (Joyce, Proust,
Svevo, Broch, Musil, Nabokov), el monólogo interior, la autobiografía
ajena, la narración como forma de conocimiento.
Hannah Arendt reunió sus
ensayos bajo un título que parece desbordar su cometido: La
vida de la mente. Aunque se trata de un conjunto de reflexiones, el
lema que los ampara alude a un concepto narrativo: el itinerario personal para
que existan. Arendt no ofrece la biografía de sus ideas, pero señala su
necesidad. Este vínculo entre la razón y la experiencia fue lo que interesó a
Calvino en sus Seis propuestas.
¿Es posible narrar la condición íntima en que
surge un sistema de pensamiento, recuperar sus claves privadas, el método
oculto tras el Método? Siguiendo la estela que Walter Benjamin traza en su
ensayo “El narrador”, Handke advierte un agotamiento de la experiencia. El
trabajo y las condiciones de la vida diaria se han vuelto estándar, rutinarios,
intercambiables. La épica de sobrevivir –tema esencial de la novela de
desarrollo– desembocó en una previsible cadena de trámites. Tiempos de
burocracia y supermercados.
En un riguroso anticipo de la alienación
postindustrial, Kafka desplegó una paranoica poética de la Oficina –el expediente
como castigadora tabla de la ley–, un universo donde lo individual se difumina.
¿Cómo recuperar la singularidad en una era de producción en serie, signos
globales y turismo en masa?
El presupuesto esencial para renovar la
mirada del narrador consiste en desconfiar de sus propios instrumentos. Si la
fotografía trató de despojarse del referente de la pintura y el cine del
referente del teatro, Handke desea que la literatura se libere de lo
“literario”. Esto no implica abandonar el lenguaje en curso ni hacer estallar
el alfabeto. Handke opera con una lengua asentada en la tradición y la trabaja
con notable virtuosismo. Sus cuidadas atmósferas encapsulan lo real de modo
revelador y cristalino. Con frecuencia se apoya en citas clásicas (Goethe
es su sostenido Übermeister, su maestro superior) y acude al rigor
conceptual de Wittgenstein para sopesar palabras.
El desplazamiento que propone no tiene que
ver con un cambio epidérmico en el lenguaje, sino con otra manera de pensar el
mundo. En Historia del lápiz afirma: “Entender la dimensión concreta
de una palabra abstracta (‘forma’, por ejemplo) es hacer filosofía.” Sus textos
buscan la dimensión concreta de lo evanescente. A diferencia del filósofo, no
aplica el procedimiento al campo de las ideas sino al entorno común, muchas
veces vinculado con la cultura pop o con zonas sin prestigio cultural, como los
suburbios de las ciudades, las afueras que parecen existir al margen de toda
necesidad de ser narradas.
En los años sesenta, Handke surgió como una
especie de Bob Dylan de la literatura alemana. Sus temas no eran ajenos a la
contracultura ni a la provocación. La obra de teatro Insultos al público, la
novela El miedo del portero ante el penalty, el libro de poemas El
mundo interior del mundo exterior del mundo interior, su traducción
de El amigo americano, novela negra de Patricia Highsmith, y los
guiones para el cineasta Wim Wenders le dieron la engañosa notoriedad de
un enfant terrible que operaba en los límites entre lo culto y lo
popular. Su novela Carta breve para un largo adiós, que
narra una errancia sin brújula por Estados Unidos, parecía la respuesta
europea, adiestrada en el existencialismo, a En el camino, de Jack Kerouac.
Sin embargo, las carreteras, el futbol y el rock adquirían en sus páginas una
densidad peculiar. Desde su título, El miedo del portero ante el penalty vincula
filosofía y cotidianidad: el concepto de Angst, “angustia existencial”
(traducido en España como “miedo”), aparece en el lúdico ámbito del deporte: Heidegger tiene
la pelota.
Los primeros textos de Handke anuncian su
empeño de entender la trascendencia de las situaciones simples. Su diario lleva
el título de El peso del mundo, no porque el autor se encuentre en ampuloso
estado de profundidad, sino porque indaga la gravedad de lo pequeño, el momento
en que lo real se resquebraja y sobreviene el asombro, el contacto con lo
inefable, el instante en que la televisión capta a un esquiador que salta al
aire y sale de la toma sin que se sepa adónde fue: el enigma de lo diario.
Para Heidegger, el significado antecede a las
palabras. En El ser y el tiempo afirma: “A las significaciones les
brotan palabras, lejos de que a esas cosas que se llaman palabras se las provea
de significaciones.” El gesto, y aun el silencio, son formas del habla. En su
epistemología narrativa, Handke se ocupa de rasgos nimios que parecen
anteriores a la formulación del idioma. Para ello requiere de un extrañamiento,
un desaprendizaje. Si se percibe de otro modo, las palabras de siempre
integrarán otro discurso.
La trayectoria de Handke ha sido una
progresiva investigación de misterios mínimos. Para poner a prueba su
perspectiva, ha emprendido una curiosa tarea de escritor errante, sin domicilio
definido o con domicilios en periferias ajenas a la vida codificada de las
ciudades. A diferencia de Bruce Chatwin, no viaja para conocer otras culturas
sino para desconocerse en ellas: “Espero pacientemente pensamientos que no
quiero. Esos son los que cuentan”, escribe en El peso del mundo.
En esta estética del desarraigo, Handke ha
tenido muy presente la idea de Simone Weil de que despojar a alguien de su lugar de
pertenencia es un ultraje, pero desarraigarse a sí mismo es una liberación.
Para evitar prenociones fáciles, cambia de mirador, en continuo movimiento.
Estar fuera de sitio, incluso en el lugar de residencia, se convierte para él
en una opción ética, en concordancia con lo que Theodor W. Adorno afirma en
su autobiografía intelectual, Minima moralia: “Pertenece a la
moral no sentirse en casa al estar en casa.”
Pero es con Walter Benjamin con quien
Handke guarda mayores afinidades. Ambos perciben la infancia como un territorio
del deseo que la imaginación recupera a través de la poesía o el pensamiento;
escriben una prolífica obra fragmentaria que depende de las nociones de
traslado y pasaje; analizan intelectualmente lo popular; consideran que la
única estrategia para entender la vida secreta de un lugar es el extravío, e
intuyen que la experiencia del mundo tiene un sustrato religioso, perceptible a
través de la “iluminación profana”.
El paseante benjaminiano combina el
movimiento con la actitud contemplativa: una intensidad que se desplaza. En Historia
del lápiz, el nómada Handke resalta la importancia de la contemplación
como forma de conocimiento: “Cuando miro (en vez de contemplar) apago los
colores del mundo.” La idea de iluminación trascendente habita en esta frase.
La mirada del narrador debe ser la del extraviado atento: se pone en situación
para distraerse y ser sorprendido. Al descubrir su presa repentina, la
contempla como si siempre la hubiese deseado, en pos de una epifanía, una
irradiación que exceda el sentido habitual de ese objeto. En la era de la
velocidad y las pantallas digitales, Handke viaja mucho, pero sus ojos no
tienen prisa. Buscan lo inmanente, la unidad secreta en lo disperso. La tarea,
por supuesto, es infinita y puede hartar al lector e incluso al narrador. Una
obra así surgida sólo puede ser extensa: el espejo no deja de reflejar. Handke
no puede detenerse; se concibe como un instrumento para que lo real se piense a
sí mismo. Como Goethe en sus conversaciones con Eckermann, podría afirmar:
“No soy yo quien me he hecho.” Una pausa podría significar una omisión, la
pérdida del accidente esperado. El testigo íntimo de las cosas no mutila sus
revelaciones ni desea volverlas artificialmente atractivas transformándolas en
“historias”.
“La prosa es la idea de la poesía”, escribe Benjamin.
La frase define los dispositivos literarios de Handke. Ahí, el pensamiento
interroga a la naturaleza para objetivarse en una imagen: “Una sensación no
está completa hasta que es una imagen”, apunta en Am Felsenfenster morgens. La
narración representa, en este sentido, un interregno, la imagen entre la poesía
y la idea. En Pequeñas doctrinas de la soledad, el filósofo Miguel Morey
se ocupa del tema con agudeza: “El arte que Handke despliega en sus cuadernos
de notas consiste en ubicar una mirada cognoscitiva en el espacio intermedio de
la imagen [...] entre el estímulo y el concepto.” No es casual que Handke hable
de Inbilder (imágenes interiores) como Benjamin habla de Denkbilder
(imágenes mentales).
El recurso más confiable del que dispone el
narrador es su propia introspección. Con frecuencia Handke ha sido acusado de
narcisismo o solipsismo. El representante de la generación del 68 se transformó
para muchos en un peregrino que incluso en la guerra de Bosnia predicó la
bucólica religión de un solo hombre y al volver a la arena pública lo hizo
cargado de furia y disparate para defender al genocida Milosevic.
La trayectoria de Handke no ha estado libre
de los desencuentros que cortejó desde Insultos al público.
Otra obra de teatro de aquel periodo, Kaspar,
trata del aislamiento extremo y la imposibilidad de reeducar a quien ha pensado
al margen de la norma. Para Handke, el descastado, más que una víctima, es un
héroe de la singularidad. De algún modo, el escritor austriaco se ha otorgado a
sí mismo ese papel, poco simpático en una época que socializa a través de los
medios, y con frecuencia exasperante, dada la necesaria desconsideración del
juicio ajeno que supone una obra tan personal. Sin embargo, ese desarraigo ha
sido estratégico para desarrollar su original búsqueda de significados. Handke
no viaja para conocer lugares sino para interrogarse en ellos. ¿Qué implica, en
su caso, llegar a la meta? La respuesta se encuentra en Cuando
desear todavía era útil, uno de sus libros tempranos, cuyo título
retoma el lema de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm: “Era como la
Tierra Prometida, pero no en el sentido del paraíso, sino en el sentido de que
por fin se revelaba tal cual el sentido del mundo, sin encubrimientos ni
tergiversaciones.”
En la Fenomenología del espíritu,
Hegel
advierte que “la vida de la mente sólo alcanza su verdad cuando se descubre en
estado de absoluta desolación”. Handke busca una soledad incómoda pero no se
postula como un mártir de las ideas originales; no es un eremita en pos de la
revelación sagrada, aunque su contemplación se acerque a lo inefable. La
soledad es para él un problema que aspira a superar en el texto; descarta las
prenociones para descentrarse y pensar con novedad a través de las cosas que
mira. Al respecto escribe en El peso del mundo: “Insistir en la
contemplación, aplazar la opinión hasta que nazca la gravedad de una sensación
vital.” Hay que ponerse de parte de las cosas para entenderlas en su propia
lógica.
Encontrar el sentido de la experiencia escapa
a los fines habituales de la narración. En Ensayo sobre el cansancio el
testigo errabundo se reclama: “caíste, contra tu voluntad, casi en la
narración”. Imperativo del indagador literario: necesita contar para acceder a
una verdad, pero debe abstenerse de sólo contar. No es casual que tres de sus
relatos lleven el nombre de “ensayos” (Ensayo sobre el jukebox, Ensayo sobre
el cansancio, Ensayo sobre el día logrado).
Si, como afirma Alfonso Reyes, el ensayo es
una bestia híbrida, el “centauro de los géneros”, el caballo de la narración
guiado por el pensamiento, se podría decir que Handke propone centauros al
revés: la caminata del filósofo y la cabeza del instinto.
Al ocuparse de la tarea del héroe, Handke se
interesa en su cansancio. Describe a Philip Marlowe, el detective de Raymond
Chandler, que pasa días en vela investigando y se repone del insomnio
con una ducha y una afeitada. También refiere el mitológico agotamiento de
Ulises. Cuando los protagonistas son incapaces de generar acciones, piensan de
otro modo. Extenuados, se liberan del acontecer; al margen de su trama,
reflexionan.
Handke no está muy seguro de sus reacciones
ni quiere estarlo; es su propio campo de experimentación; desea ser tomado por
sorpresa. Su trayecto no sigue el sentido de la consecuencia de una historia.
La trama rara vez se desarrolla con destreza. En estas narraciones resulta
ocioso preguntarse qué va a suceder porque nada sucede con tanta fuerza como el
conocimiento sutil del mundo. Dependiendo de los gustos, Handke puede aburrir
poco, mucho o nada. Su excepcional prosa capta con minucia los pliegues de la
realidad y parece dotar de tiempo y relajación a las cosas que mira: un devenir
sedoso, amortiguado, donde la vida se intensifica y permite contemplar los
corpúsculos de polvo que flotan en la luz o los cristales que la nieve forma en
una ventana. Rara vez la prosa alemana ha alcanzado una consistencia tan dúctil
y poética para levantar el detallado catastro del día cualquiera. El idioma se
acerca a la experiencia mística, pero se detiene antes de llegar allí. El
narrador no repudia su yo ni la necesidad de nombrarlo todo. No está
sobredeterminado por otra inteligencia. Un nerviosismo inquieta sus ideas, una
neurosis crítica impide la iluminación total.
Una y otra vez, Handke se refiere al límite
de las palabras, la dificultad de aprehender lo que sucede, la condición
transitoria de la lengua, que debe huir de los tópicos pero también de sus
hallazgos. La meditación no lo vuelve uno con el mundo. Su deslumbrante idioma
se conmueve más al ser percibido por el narrador como una limitación, una
torpeza, un balbuceo que interroga sin respuesta.
Para los románticos alemanes la reflexión es
un proceso infinito: el pensamiento del pensamiento. Novalis insiste en el
carácter provisional de todo acto cognitivo. En su aproximación a la realidad,
Handke actúa de la misma forma: sus imágenes no son una meta; articulan un
camino cuyo único sentido es seguir adelante. Su prolífica obra también se
explica por la imposibilidad de ofrecer una conclusión. La noción de clausura
se opone a la del escritor en tránsito.
El único libro ortodoxo de Walter Benjamin
fue su tesis de doctorado, El concepto de la crítica de arte en el
romanticismo alemán. Incluso ahí afirma en el epígrafe, tomado de Goethe,
que el pensamiento no debe ofrecer un agregado a lo ya dicho sino una “síntesis
misteriosa”. Una idea sólo vale la pena si no agota su sentido, si es
susceptible de nuevas interpretaciones, si conduce a una pregunta.
“Si queremos concebir la naturaleza tenemos
que suponerla incompleta”, escribe Novalis. La realidad sólo semeja un todo por
los trabajos de la mente. Pensar y narrar son modos de acercarse a lo
incompleto, de proponer un todo.
Handke indaga la verdad con los recursos del
relato reflexivo. Un pasaje de Historia del lápiz resume su
procedimiento: “La experiencia de la verdad, cuando se intenta hacer su relato,
hace nacer, por sí misma, la invención. Las circunstancias exteriores se
disipan entonces necesariamente para volver sensible la verdad y luego retoman
su lugar en la invención.” En otras palabras, el acto creativo existe en
potencia fuera del creador, pertenece al orden del mundo más que a la
subjetividad. La torre de marfil en la que tantas veces se ha confinado a
Handke representa, a su peculiar manera, un observatorio social: “La narración
que inventa es, siempre y cuando se haya hecho esta experiencia de la ‘verdad’,
un objeto de evidencia. ¿Y cómo puedo saber que he hecho una experiencia de lo
verdadero? Porque es absolutamente necesario que la cuente.”
El criterio de veracidad así expuesto resulta
por fuerza personal y no necesariamente compartible. Handke lo sabe y en este
sentido sus libros son zonas de prueba, oportunidades para la verdad: “El arte
no prescribe, no ordena, tan sólo da ejemplos, pero rigurosos.”
Las narraciones de Handke no se ven
interrumpidas por pasajes ensayísticos; representan el tipo de ensayo que puede
construirse desde la narración. Al modo de Novalis, no devela un misterio: crea
otro que modifica la reflexión.
En su proceso de refundación narrativa,
Handke llegó en 1994 a un episodio singular, la extensa novela Mi
año en la Bahía de Nadie. En esta obra todo gira en torno a la noción
de lugar. Poeta de la errancia, Handke se ha significado por escribir desde
entornos que le son ajenos sin resultarle exóticos, territorios que se prestan
para una puesta en blanco del escenario y sus costumbres.
Mi año en la Bahía de Nadie es protagonizada por un escritor y siete amigos que recorren el mundo
globalizado. Hay muchos viajes pero ninguno de ellos resulta esencial a la
trama. Los desplazamientos se suceden como en una partida de Turista o
Monopoly. Un personaje puede estar en Tokio y luego en Alaska sin que eso
importe demasiado; lo significativo es la ausencia que produce. Uno de los ejes
de la trama es el conocimiento que podemos tener de los demás cuando no están
presentes, lo que gravita en nosotros por negatividad, cancelación e
incumplimiento, la fuerza de lo que es anhelo o recuerdo y afecta por lejanía,
sin cumplirse como hecho.
La novela retrata a la última generación
anterior a internet, una época donde la comunicación a distancia es muchas
veces incierta y conjetural. Siempre deseoso de establecer resonancias
bíblicas, Handke habla del viaje como Sternfahrt: cada peregrino sigue su
estrella.
El aislamiento de los amigos, y la dificultad
de romperlo, hacen que el silencio gane peso y las relaciones se interioricen.
Desde
la Bahía de Nadie, el protagonista evoca a los suyos con una intensidad
que perdería fuerza en caso de poder hablarles. Al mismo tiempo, estar solo le
permite sumirse en la realidad de un modo que sería imposible en la distractora
compañía de los demás.
¿Cómo narrar lo no sucedido? De manera
elocuente, al protagonista se le borra la imagen de uno de sus amigos, no
recuerda sus facciones ni el resto de su aspecto físico; se ve obligado a
tenerlo presente sólo por la impronta interior que conserva de él
(su Inbild). La paradoja de estas afinidades electivas es que dependen de
la distancia y ganan peso cuando sólo suceden en el recuerdo y la conciencia.
La novela está compuesta por un largo
preámbulo donde el narrador establece las condiciones de su escritura, su
manera de ver la realidad, su poética. Luego sobrevienen siete relatos sobre
los amigos ausentes. Por último, se explora el impacto de esa manera de narrar
en el propio narrador. Las preguntas esenciales de las tres largas partes
serían, sucesivamente: ¿cómo?, ¿qué?, ¿para qué? Ninguna de ellas se responde
del todo; cuestionar no sirve para hallar una conclusión, sino para guiar un
estilo de pensamiento.
La primera parte adiestra al lector en el
tipo de relato que lee.
¿Es posible escribir algo nuevo en un planeta
explorado en sus mínimos detalles? ¿De qué modo podemos redescubrirlo? Handke
practica una ecología de lo no advertido o de lo que aún no adquiere pleno
sentido. Por un lado, se ocupa de los remanentes de la naturaleza, lo que perdura
como residuo y resistencia en medio de la vida industrial; por otro, exalta lo
artificial innombrado, los suburbios, los polígonos industriales, las bodegas
definidas por el vacío, las periferias no prestigiadas por la estética.
En Cuando desear todavía era útil dedicó
un capítulo con fotografías al suburbio corporativo de La Défense en las
orillas de París. El escenario parecía una maqueta. Un sitio inhumano cuyo
mayor grado de perversión consistía en que quizá fomentara la posibilidad de
vivir ahí. Dos décadas después ubicó Mi año en la Bahía de Nadie en
una ciudad dormitorio a las afueras de París, incrustada entre el bosque y las
autopistas. Si Goethe pedía romantizar la naturaleza, Handke romantiza una
segunda naturaleza, un orden artificial, hecho de remanentes urbanos y
elementos transitorios, un enclave de paso.
En la novela donde todos se desplazan sin que
importen las metas que persiguen, el Sitio de sitios, el punto de confluencia
es un “no lugar”, la geografía de ninguna parte, un espacio suburbano anodino,
habitado por inmigrantes, la Bahía de Nadie. El desafío consiste en dotar de
sentido a un escenario que parece resistirse a toda particularización. A
propósito de esta invención del espacio ha escrito Félix de Azúa: “¿Conserva la
narración actual un poder creativo capaz de construir un lugar que no exija un
contrato con el mito y que asuma plenamente la destrucción postindustrial de
los actuales espacios de población almacenada?” Handke construye una región que
no muestra huellas del cine o la literatura, sin vínculos con la historia o la
leyenda, un lugar sin alma propia ni color local que, al mismo tiempo, resulta
intensamente familiar.
¿Hasta dónde es posible narrar sin
referencias culturales previas? Handke actúa como si la religión, la mitología,
la política y la tradición no hubiesen dejado su marca y debiéramos aprender de
nuevo la lógica de un lugar. Para ello escoge el terreno más insulso, una parda
ciudad dormitorio. No brinda una fábula del comienzo con un topos singular (Comala,
Macondo, Yoknapatawpha); reinventa con la mirada lo ya construido y degradado,
lo que parece haber nacido para la indiferencia y que secretamente define
nuestra época con mayor fuerza que lo “típico”.
El urbanismo contemporáneo se sustrae con
frecuencia a los referentes locales y se guía por un criterio indiferenciado.
Ciudades como aeropuertos o estaciones interplanetarias. Estamos, como sugiere Paul Virilio,
ante “el crepúsculo de los lugares”. ¿Es posible captar la particularidad de lo
que se edifica como si ya hubiera desparecido? Para Azúa, la pregunta que
define el método de Handke es: “¿cómo devolver a la experiencia la
incredulidad?” ¿Resulta posible volver con sorpresa a lo ya conocido y lo ya
descartado? El narrador de la novela comenta que no es posible contar como los
rusos del siglo xix o los norteamericanos de la primera mitad del siglo xx que
tenían a la mano un reserva ilimitada de nuevos acontecimientos.
En sus tiempos de Viena, el personaje
principal trabajó como jurista. Luego estuvo en la diplomacia. Estos oficios lo
pusieron en contacto con un arsenal de anécdotas, intrigas y bajas pasiones.
Sin embargo, nada de eso le parece verdaderamente literario porque se trata de
un acontecer efectista pero carente de misterio, que no pide ser investigado.
Por más interesantes que sean esas historias, no ponen a prueba la percepción
que el narrador tiene del mundo, sólo ponen a prueba su destreza técnica.
Al protagonista, le resulta sugerente la
minuciosa aproximación de Tucídides a los hechos, pero su campo no es la
historia. También el derecho romano, que particulariza los casos y distingue un
crimen donde la sangre de la víctima escurre hasta el suelo de uno donde no
sucede así, le resulta atractivo, pero tampoco se ve a sí mismo como legislador.
¿Cómo precisar la riqueza de lo real sin
acudir a discursos extraliterarios y sin reducirla a las emociones controladas
de una trama? La novela surge de esta tensión. No en balde comenta el
protagonista: “Yo, el catalogador, como enemigo interior de mi otro yo, el
narrador.”
¿Hasta dónde puede avanzar un registro
literario sin ser codificado por la forma? Handke se sirve del más dúctil de
los géneros, la novela, cuya tradición es un ejercicio polémico (de Ulises a Respiración
artificial, las grandes obras del género se proponen contradecirlo) en
busca de otro género: un nuevo Märchen, el cuento de hadas de la edad
moderna, una desencantada fábula moral.
Al reinventar el espacio, Mi
año en la Bahía de Nadie pretende establecer las condiciones para otro
tipo de narración: “Tenía el presentimiento de que el lugar actuaba sobre mi
narración como si la acreditara.” El protagonista busca una mirada que opere
“por encima del hombro”, una forma indirecta de conocer, atrapar las cosas
cuando no quieren ser vistas. Una cartografía inédita de lo próximo. “Para mí,
el nuevo mundo es lo cotidiano”, comenta.
En la dialéctica de la distancia que se
impone Handke, resulta decisivo no sustituir un costumbrismo por otro. El
narrador no se ha instalado en la Bahía de Nadie para investigarla de modo
evidente. Al relacionarse con los lugareños, si acaso les pregunta algo es “por
debilidad”. Procura conocer –conocerse– sin incorporarse, conservando la
diferencia de ser “el otro”. Se trata, en resumidas cuentas, de seguir la
estrategia del paseante de Benjamin, extraviándose, no
como flâneur en una gran ciudad, sino en el barrio de residencia. Si
Ulises y las canciones de blues proponen el retorno a Ítaca, a un refugio
después del trabajo deshumanizante (“I want to go home”), Handke propone una Odisea
al revés donde lo importante consiste en conservar la extrañeza en la propia
casa.
La segunda parte de la novela está
constituida por los relatos de los siete amigos distantes. Se trata de cuentos
morales y no es casual que Handke aluda de continuo a las Novelas ejemplares de
Cervantes.
Los amigos del narrador son vistos más como arquetipos que como personajes
únicos y contradictorios; se les describe a partir de su vocación (el
Arquitecto, el Lector) o de su relación con el protagonista (uno de ellos es,
bíblicamente, el Hijo, y la mujer que ama es, territorialmente, la Catalana).
Las figuras así distanciadas refuerzan la idea de leer un Märchen, cuyo
reparto es una tipología: el Ogro, el Hada, el Príncipe.
En este tramo de la novela abundan los
sucesos. Se habla de profesiones, amores, una guerra civil en Alemania,
lecturas, películas, música. Sin embargo, todo eso es un dilatado pretexto para
llegar a la tercera y definitiva fase del libro, que a su vez comprende tres
unidades temporales: una década, un año, un día. En el último episodio los
personajes dispersos visitan al narrador. Es el fin: ya no pueden ser narrados
a distancia.
La caprichosa estructura de la novela –una
trama que avanza aplazando–; el narrador autorreferente que comenta lo que
escribe, y la minuciosa historia natural del entorno –la nueva ecología
del Märchen–, hacen que libro sea por momentos intransitable. El propio
narrador se refiere a la torpeza de su construcción. En la medida en que busca
una forma refractaria a los cánones y los gustos en curso, admite la
posibilidad de fracaso. Quien busque defectos los encontrará con tanta
facilidad, y tan señalados por el propio autor, que perderá el placer de
criticarlos. En su condición de ejercicio al margen, la novela polemiza con el
género y desnuda sus limitaciones: sólo se refunda lo imperfecto.
La apuesta es mayúscula: encontrar el orden
oculto del mundo, fijar lo que surgió para pasar inadvertido, traicionar la
vocación de anonimato del espacio contemporáneo, dejar huella.
El proceso requiere de una voz a medio camino
entre el ensayo y la fabulación. Novela de intersecciones, Mi
año en la Bahía de Nadie se ubica en un cruce de autopistas, entre
una gran ciudad y un bosque, y entre dos géneros literarios. Su logro esencial
consiste en no perder su condición limítrofe, fronteriza, en habitar un hueco.
El temperamento del narrador participa de
estos cruces. A propósito de Dostoievski, Kafka escribió en su Diario:
“Método especial de pensamiento. Impregnado de sensibilidad.” En sus Inbilder, Handke piensa la sensación y siente
la abstracción.
Mi año en la Bahía de Nadie representa un lugar a dudas, una zona de incertidumbre donde lo
permanente está en tránsito. En El peso del mundo escribe el
autor: “Literatura: descubrir los lugares todavía no ocupados por el sentido.”
La Bahía de Nadie ofrece esa revelación. El nombre del lugar es un apodo,
descubierto por el narrador cuando contempla el territorio desde una torre y
advierte su silueta de puerto posible.
Edificado contra la interpretación, amorfo,
estéril, meramente utilitario, ese espacio origina otra forma de narración.
Como sabían los hermanos Grimm, el bosque del encantamiento no depende de los
árboles; depende del paseante.
Peter Handke camina entre los signos. ~
2.- Los discernimientos racionales repiten juicios racionales.
3.- Los discernimientos irracionales conducen a una nueva experiencia.
4.- El arte formal es esencialmente racional.
5.- Los pensamientos irracionales deben seguirse de manera lógica y
absoluta.
6.- Si el artista cambia de parecer durante la ejecución de una pieza, está comprometiendo el resultado y repitiendo soluciones anteriores.
6.- Si el artista cambia de parecer durante la ejecución de una pieza, está comprometiendo el resultado y repitiendo soluciones anteriores.
7.- La voluntad del artista es secundaria al proceso que conduce de la
idea a la realización. La voluntad del artista podría ser simplemente ego.
8.- Cuando alguien usa palabras como “pintura” o “escultura”, está
connotando toda una tradición y, consecuentemente, acatándola. Lo cual
establece límites para el artista, quien podría volverse reluctante a realizar
un arte que trascienda dichos límites.
9.- “Concepto” e “idea” son nociones diferenciadas. La primera implica
una dirección general, en tanto la segunda es su componente. Las ideas son
aplicaciones de un concepto.
10.- Las ideas pueden ser obras de arte; se localizan en una cadena de
procesos que puede eventualmente encontrar alguna forma. Todas las ideas no
necesitan volverse físicas.
11.- Las ideas no necesariamente proceden en un orden lógico. Pueden
lanzarlo a uno en direcciones inesperadas. Pero cada idea debe ser completada
en la mente antes de que la próxima se forme.
12.- Por cada obra de arte que adquiere forma física, hay muchas
variaciones que no lo hacen.
13.- Una obra de arte puede ser entendida como un conductor entre la
mente del artista y la del espectador. Mas este conductor podría no llegar
nunca al espectador. Podría, incluso, no dejar nunca la mente del artista.
14.- Las palabras que un artista dirige a otro pueden inducir una
cadena de ideas si ambos comparten el mismo concepto.
15.- Dado que ninguna forma es intrínsecamente superior a otra, el artista puede usar cualquier forma: lo mismo un conjunto de palabras que la realidad física; da igual.
15.- Dado que ninguna forma es intrínsecamente superior a otra, el artista puede usar cualquier forma: lo mismo un conjunto de palabras que la realidad física; da igual.
16.- Si se utilizan palabras, y éstas provienen de ideas acerca del
arte, entonces dichas palabras son arte y no literatura; los números no son
matemáticas.
17.- Todas las ideas son arte si el arte es lo que les concierne y se
sitúan dentro de las convenciones del arte.
18.- Regularmente, uno entiende el arte del pasado aplicándole las
convenciones del presente, pero malinterpretando lo que dicho arte fue para el
pasado.
19.- Los cánones del arte son alterados por las obras de arte.
20.- El arte exitoso cambia nuestra comprensión del canon porque
altera nuestra percepción.
21.- La percepción de ideas conduce a nuevas ideas.
22.- El artista no puede imaginar su arte; no puede percibirlo hasta
haberlo completado.
23.- El artista puede errar en su percepción de una obra de arte
(entenderla de manera distinta a quien la creó), pero aún así puede iniciar su
propia cadena de pensamiento con base en esta malinterpretación.
24.- La percepción es subjetiva.
25.- El artista no necesariamente entiende su propio arte. Su percepción no es mejor ni peor que la de otros.
25.- El artista no necesariamente entiende su propio arte. Su percepción no es mejor ni peor que la de otros.
26.- Un artista puede percibir mejor el arte de otros que el suyo
propio.
27.- El concepto de obra de arte puede implicar tanto la materia de la
pieza como el proceso mediante el cual la pieza es producida.
28.- Una vez que la idea de la pieza se estableció en la mente del
artista y la forma final se ha decidido, el proceso se realiza ciegamente. Hay
muchos efectos secundarios que el artista no puede imaginar. Éstos pueden ser
utilizados como ideas para nuevos trabajos.
29.- El proceso es mecánico y no hay que entrometerse con él. Debe
seguir su curso.
30.- Hay muchos elementos involucrados en una obra de arte. Los más
importantes son los más obvios.
31.- Si un artista usa la misma forma en un grupo de obras, pero
cambia el material, uno puede asumir que el concepto del artista involucra el
material.
32.- Las ideas banales no pueden ser rescatadas por una bella
ejecución.
33.- Es difícil estropear una buena idea.
34.- Cuando un artista domina su oficio demasiado bien, produce un
arte inofensivo.
35.- Estos aforismos hablan de arte, pero no son arte.
“Podría pasar el resto de mi vida simplemente dibujando dos sillas y una mesa. En el fondo debería abandonar el pintar, el modelar, las cabezas y todo, y limitarme a estar sentado en una habitación delante de la misma mesa, con el mismo mantel y en la misma silla, y no hacer nada más que eso. Y sé de antemano que cuanto más lo intentara, más difícil se volvería”.
A. Giacometti
A. Giacometti
Robert Walser / Comida
“…la
literatura es un oficio muy extraño.
Cuando
escribí en Berlín Los hermanos Tanner,
me alimenté sobre todo, según mi vivo recuerdo, a base de genuinas, regulares
y, gracias a Dios, muy jugosas anchoas de Kiel, que son una variedad de peces
de los que cabe afirmar que suelen ser consumidos sobre todo por escritores o
gente prometedora que le da a la tecla. Las cabezas de anchoa las hacía pedazos
y se las zampaba siempre Muschi, mi gato de entonces, al que recuerdo con un
punto de melancolía. Muschitín fue a parar con el tiempo a una panadería donde
debía capturar y devorar ratones. Pero por lo visto la tarea le resultaba
demasiado penosa y descuidaba por completo sus obligaciones, por lo que fue
entregado al parque zoológico donde lo utilizaron como comida para serpientes.
¡Pobre gatito!”
Ceniza, aguja, lápiz y cerilla
Una
vez escribí un ensayo sobre la ceniza, que me granjeó no pocos aplausos y en el
saqué a la luz un montón de cuestiones muy curiosas, entre otras la observación
de que la ceniza no posee consistencia digna de mención. De hecho, sobre este
objeto en apariencia tan poco interesante, cabe decir, tras un análisis más
profundo, algunas cosas que en absoluto carecen de interés, como por ejemplo lo
que sigue: Cuando se sopla la ceniza, no existe nada en ella que se niegue a
dispersarse instantáneamente. La ceniza es la humildad, la insignificancia y la
nimiedad mismas, y lo que es más bonito: está transida por la creencia de que
no sirve para nada. ¿Se puede ser más inconsistente, débil y pobre que la ceniza?
No es fácil. ¿Hay alguna cosa más dúctil y tolerante que ella? No. La ceniza no
tiene carácter, y está más alejada de cualquier tipo de madera que el
abatimiento de la alegría desbordante. Donde hay ceniza, en realidad no hay
nada en absoluto. Pon tu pie encima de la ceniza y apenas notaras que has
pisado algo. Sí, sí, así es, y no creo equivocarme mucho si me atrevo a
manifestar la convicción de que basta abrir los ojos y mirar en derredor con
atención para ver cosas que merecen que se las contemple con cierto sentimiento
y cuidado.
Ahí
está, por ejemplo, la aguja que, como es sabido, es tan puntiaguda como útil, y
no tolera que se la trate con rudeza, porque, por diminuta que sea, parece muy
consciente de su valía. Por lo que hace al pequeño lápiz, es digno de ser
tenido en cuenta porque hay que saber hasta la saciedad que se afila y se afila
hasta que ya no queda nada que afilar, tras lo cual, inútil debido al uso
despiadado, se le arroja a un lado, sin que a nadie se le ocurra dedicarle una
palabrita de reconocimiento y gratitud por los múltiples servicios prestados.
El hermano del lápiz se llama lápiz azul, y, como ya he referido en varias
ocasiones, los dos lápices dignos de lástima se aman fraternalmente, pues han
trabado entre sí una tierna e íntima amistad para toda la vida. Ahora, como
seguro afirmará todo el mundo, ya son tres objetos sumamente singulares,
memorables e interesantes los que, tanto uno como el otro, servirán a lo mejor
alguna vez, es decir, si se tercia, para conferencias especiales.
¿Qué
dice el lector sobre la cerilla o el fósforo, que es una personita tan amable
como grácil, gentil y peculiar, que yace paciente, formal y obediente junto a
numerosas compañeras en la caja de cerillas, donde parece soñar o dormir?
Mientras la cerilla descansa en la caja, en paz y sin utilizar, no posee
especial valor. Espera, por así decirlo, los acontecimientos venideros. Pero un
buen día la sacan de allí, la aprietan contra la superficie del raspador,
frotándolo con su pobre, buena, querida cabecita hasta que se prende fuego,
entonces arde y se consume. Éste es el gran acontecimiento en la vida de la
cerilla que, al cumplir la finalidad de su existencia y prestar su servicio
caritativo, perece abrasada. ¿No es conmovedor? La cerilla tiene que consumirse
miserablemente, perecer de manera lastimosa, para demostrar su encantadora
utilidad, para despertar de la indolencia, inactividad e inutilidad y demostrar
su valía, abrasándose en el fervor de servir y cumplir con su deber y
obligación. Cuando la cerilla se alegra de su destino, muere, y cuando
despliega su importancia, perece. Su alegría vital es su muerte, y su
despertar, su final. Cuando ama y sirve, se desploma sin vida.
Robert Walser
“Robert Walser es un escritor fundamental. Un Paul Klee
en prosa, delicado, astuto, obsesionado. Un miniaturista que reivindica lo
antiheroico, lo humilde, lo pequeño. Sus virtudes son las del arte más maduro,
más civilizado. Es en verdad un escritor maravilloso, desgarrador.”
Susan Sontag
Los
nombres de los ruidos
El ruido
de las cortinas agitadas por el viento se llama, como tal, ondear; se lo puede
también comparar con el susurro del fuego entre las brasas de una estufa de
carbón; si la cortina es de tela más fuerte, su ruido se llama entonces
flamear; este término se usa también para banderas. Al ruido de la arena que el
viento arroja contra los vidrios de las ventanas se lo puede llamar crepitar;
es también posible compararlo con el fino golpeteo de una lluvia sobre un techo
de cinc; se denomina tamborileo. El ruido del ropero que se abre a impulso del
viento se puede designar como quejido. El ruido que hace el viento en los
álamos mojados puede compararse con el quedo murmullo del agua. El ruido de la
rueda de acero que el viento hace rebotar contra la pared del granero, allá abajo,
en el patio, es conocido como estrépito. El ruido de la hierba mojada que mueve
el viento puede llamarse siseo; habitualmente se lo compara también con el
ruido de la leña encendida que es sumergida en el agua. Si los tallos de los
pastos están marchitos, el ruido que en ellos hace el viento será denominado
crepitar. Se llama traqueteo al ruido que hacen los guardabarros flojos de una
bicicleta. El ruido de un cable tendido al viento puede ser llamado zumbido. El
ruido de las camisas mojadas que cuelgan del alambre, en el viento, parece un
palmoteo; frecuentemente, este palmoteo de las camisas colgadas sobre el
alambre al viento es comparado con un sordo aletazo. El indistinto aleteo de
una gran bandada de pájaros pequeños o muy distantes se denomina vibración. El
ruido que hace la puerta del granero del otro lado del patio, contra la pila de
leña, sería como un estampido. Si las tablas o los listones han sido carcomidos
por la humedad, en cualquiera de ambos casos, el embate de la puerta contra la
pila de leña también es llamado crepitar. El ruido de la bicicleta antes de
caer se llama chirrido. El ruido de las ruedas que siguen girando se llama
surrido. El ruido de la vara que antes había golpeado las piedras se llama
trallazo.
Peter Handke
Los
avispones
Mario Benedetti
Desde los afectos
¿Cómo
hacerte saber que siempre hay tiempo ?
Que
uno sólo tiene que buscarlo y dárselo,
Que
nadie establece normas salvo la vida,
Que
la vida sin ciertas normas pierde forma,
Que
la forma no se pierde con abrirnos,
Que
abrirnos no es amar indiscriminadamente,
Que
no está prohibido amar,
Que
también se puede odiar,
Que
el odio y el amor son afectos,
Que
la agresión porque sí hiere mucho,
Que
las heridas se cierran,
Que
las puertas no deben cerrarse,
Que
la mayor puerta es el afecto,
Que
los afectos nos definen,
Que
definirse no es remar contra la corriente,
Que
no cuanto más fuerte se hace el trazo más se dibuja,
Que
buscar un equilibrio no implica ser tibio,
Que
negar palabras implica abrir distancias,
Que
encontrarse es muy hermoso,
Que
el sexo forma parte de lo hermoso de la vida,
Que
la vida parte del sexo,
Que
el "por qué" de los niños tiene un porqué,
Que
querer saber de alguien no es sólo curiosidad,
Que
querer saber todo de todos es curiosidad malsana,
Que
nunca está de más agradecer,
Que
la autodeterminación no es hacer las cosas solo,
Que
nadie quiere estar solo,
Que
para no estar solo hay que dar,
Que
para dar debimos recibir antes,
Que
para que nos den hay que saber también cómo pedir,
Que
saber pedir no es regalarse,
Que
regalarse, en definitiva, no es quererse,
Que
para que nos quieran debemos demostrar qué somos,
Que
para que alguien "sea" hay que ayudarlo,
Que
ayudar es poder alentar y apoyar,
Que
adular no es ayudar,
Que
adular es tan pernicioso como dar vuelta la cara,
Que
las cosas cara a cara son honestas,
Que
nadie es honesto porque no roba,
Que
el que roba no es ladrón por placer,
Que
cuando no hay placer en las cosas no se está viviendo,
Que
para sentir la vida
no
hay que olvidarse que existe la muerte,
Que
se puede estar muerto en vida,
Que
se siente con el cuerpo y la mente,
Que
con los oídos se escucha,
Que
cuesta ser sensible y no herirse,
Que
herirse no es desangrarse,
Que
para no ser heridos levantamos muros,
Que
quien siembra muros no recoge nada,
Que
casi todos somos albañiles de muros,
Que
sería mejor construir puentes,
Que
sobre ellos se va a la otra orilla y también se vuelve,
Que
volver no implica retroceder,
Que
retroceder también puede ser avanzar,
Que
no por mucho avanzar se amanece más cerca del sol,
¿Cómo
hacerte saber que nadie establece normas salvo la vida?
El momento de la Historia que nos ha tocado vivir está marcado por la incertidumbre en todos los sentidos. Cuando pensábamos que el siglo XX agonizaba y con él los grandes temores y catástrofes capaces de minar la fe en la humanidad, no han surgido los puentes que destruyan nuestros precipicios. Al contrario, resulta más difícil intuirlos, imaginarlos. La incertidumbre parece abarcarlo todo: la política, la moral, la economía, las nuevas formas de comunicación que paradójicamente han provocado una mayor incomunicación… También las viejas utopías que parecieron realizables y llenaron de ilusión a millones de ciudadanos se han desmoronado mostrando sus miserias cuando han sido suplantadas por los hombres, añadiendo aún más incertidumbre a todo lo que nos rodea.
Nuestra generación está marcada por esta incertidumbre y creemos que es necesario hacer un alto en el camino, reflexionar, mirarnos a los ojos, establecer una cercanía menos artificial, más humana. La poesía puede arrojar algo de luz para alcanzar algunas certidumbres necesarias. “La poesía es un modo de ajustar cuentas con la realidad”, ha repetido muchas veces el poeta español Luis García Montero. Sin duda sucede así en los buenos poemas, aquellos que son capaces de provocar emoción, de conmover, de hacer pensar, de llenar un vacío que nos acompaña.
“Deseo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos”, escribió el mexicano Ramón López Velarde en 1916. Casi un siglo después, el poeta Joan Margarit trataba de explicar, porque realmente se hacía de nuevo necesario, que el límite de la poesía es el de la emoción.
La emoción no puede estar de moda. La emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Como los hombres que rodeaban a Orfeo para escucharlo tocar su lira y de ese modo hacer descansar su alma, asisten a las preguntas de nuestro tiempo tratando de ignorarlas, entregándose al arte por el arte, renunciando a las preocupaciones que conmueven a la gente normal, a las almas que buscan respuestas, que rozan el milagro de la supervivencia y que se hacen preguntas, que sienten la incertidumbre en sus manos y en sus aspiraciones. Esa reacción de los artistas, de los poetas en particular, no es nueva. Los jóvenes siempre han tenido la tentación de contradecir a sus mayores en un arrebato adolescente en busca de construir sus identidades. En la poesía actual, ese camino supone oponerse a quienes tanto han trabajado para que la poesía se entienda, se humanice, se aproxime a la gente corriente. Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil, la poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria, se ha subido a un pedestal. En esta tarea se han visto legitimados por algunos poetas cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria. Ahora buscan una segunda oportunidad elogiando lo que precisamente les condujo al callejón sin salida de las palabras huecas.
Queremos mostrar nuestra desolación ante esta dinámica que nos parece destructiva para la poesía porque conduce, de manera inevitable, a su deshumanización. Admiramos a poetas a los que hemos tenido o tenemos la suerte de conocer, como Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Gonzalo Rojas, Claribel Alegría, José Hierro, Luis García Montero, Benjamín Prado (y los poetas de la conocida como Poesía de la Experiencia), Juan Manuel Roca, Marco Antonio Campos, Jorge Boccanera, José Emilio Pacheco, Mario Benedetti, Gioconda Belli, Oscar Hahn, Omar Lara, Waldo Leyva, Piedad Bonnett… Ellos siguieron el camino, la tradición literaria de Rafael Alberti, Antonio Machado, César Vallejo, el primer Octavio Paz, Pablo Neruda, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Luis Cernuda… Son muchas las lecciones que pueden desprenderse de ese largo camino. Han escrito una poesía perfectamente entendible, han procurado reflexionar sobre el mundo que los rodeaba tratando de ordenarlo en un poema, han dialogado con sus fantasmas y con sus lectores, estableciendo una comunicación imprescindible en cualquier género literario, y han huido de las modas y de la actualidad poética, es decir, nunca han escrito contra nadie, no han tratado de ser novísimos. Estamos convencidos de que no se puede escribir poesía contra alguien, del mismo modo de que la peor idea de todas es escribir un poema sin ideas.
Los discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de la literatura. Han hecho tanto daño, que hoy la poesía está considerada como un género difícil que sólo leen los poetas, porque sólo parecen entenderse entre ellos como los habitantes de unas ínsulas extrañas.
Prueba de ello es el estado comatoso que tiene el panorama poético en la mayor parte de los países europeos, algunos de ellos con tradiciones literarias tan importantes como Italia o Francia. También es evidente la marginación que sufren los libros de poesía en cualquier espacio, ya sea una librería, un suplemento cultural, un periódico, una biblioteca… Los lectores empiezan a alejarse peligrosamente de la poesía, entre otras cosas porque cuando empezaban a intuir que se trataba de un género accesible, que transmitía emociones, algunos poetas de las nuevas generaciones están sembrando la oscuridad en la incertidumbre, eso por no mencionar las poéticas del silencio.
Cuando un poema no se entiende, el lector suele culparse a sí mismo, inducido por la idea generalizada de que el poeta es un ser con una sensibilidad diferente, superior. Una idea tan falsa como interesada. Si un poema no se entiende el único responsable es quien ha tratado de establecer la comunicación. O bien no ha sido capaz por sus limitaciones, o bien no lo ha conseguido porque no era su propósito, porque sólo buscaba la erudición y el artificio, algo que está bien visto, que tiene buena prensa y que provoca una palmadita en la espalda de la crítica, sumida en gran parte en la misma torpeza. Si un poema no se entiende, por lo general lo que sucede es que el poeta no ha hecho bien su trabajo. Los poetas somos personas normales, con los mismos temores y preocupaciones que el resto de los seres humanos, aunque tratemos de mirar con atención lo que nos rodea, buscando lo que hay detrás de la apariencia, para después afrontar el acto de incertidumbre que es escribir un poema que pueda arrojar algo de luz a la realidad.
Por estos motivos, todos los inventarios simbólicos artificiales que alejan a la poesía de su consustancial sentido comunicativo no hacen sino ocultar una falta de latido vital o de auténticas ideas. Los versos puros no necesitan disfraces ni simulada complejidad, simplemente redefinen las peculiaridades de la realidad sin abandonar jamás la atalaya de los sueños.
“Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, / y una voz cariñosa le susurró al oído: / —¿Por qué lloras, si todo en ese libro es de mentira? / Y él respondió: / —Lo sé; / pero lo que yo siento es de verdad”. Este poema de Ángel González resume de forma excepcional lo que entendemos como el milagro de la poesía, la capacidad de transmitir un sentimiento gracias al idioma y a los diferentes recursos que ofrece el género. Sin ese intento de transmitir emociones, de llenar un vacío, de reflexionar sobre el mundo, de convertirse en mil hombres; el poema está hueco, no tiene vida.
Hoy es necesario superar el artificio estéril y soso, el poema que no dice nada, el poema que enuncia y enuncia y jamás encuentra el sentido, la histeria por el experimento per se, la ingenua búsqueda de una “novedad” que jamás se halló.
La poesía nace, como todo arte, de un sentimiento humano universal como es el anhelo trascendente. Va mucho más allá de los atrevidos juegos de estilo o las oscuras construcciones lingüíticas que parecen facturados sólo para un selecto grupo de iniciados. La poesía ha pertenecido y pertenecerá siempre a la humanidad entera, es un caleidoscopio luminoso y claro que se adentra en los recovecos más recónditos de nuestra conciencia. Nace desde un yo poético pero se remansa indefectiblemente en el nosotros, creando ese espacio de comunicación universal que puede existir tan sólo entre corazones humanos liberados de escudos y armaduras. La poesía no encadena ni encorseta a su lector u oyente con fingimientos prefabricados o yuxtaposiciones carentes de significado íntimo. Al contrario, la poesía nos libera y nos reviste de nobleza, pues propicia la sensibilidad a los estímulos del mundo exterior.
En definitiva, somos partidarios de una poesía que formalmente incluso alcance el preciosismo. Pero creemos en una poesía que además comunique, que diga algo, que porte sentido. Una poesía que conmueva y, en el mejor de los casos, estremezca, cimbre, cumpla con el rigor de lo poético que pedía Robert Graves, cuando se refería a la diosa blanca: “El motivo de que los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se contraiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se escribe o se lee un verdadero poema, es que un verdadero poema es necesariamente una invocación de la Diosa Blanca”. El poema entonces, también es un dictado, un puente hacia lo otro, hacia lo más. Quizá Borges, mitad con ironía, mitad en serio lo explique mejor cuando contaba lo siguiente: “Se trata de una cita de Bernard Shaw. A éste le preguntaron: “¿Usted cree realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?”, y Bernard Shaw contestó: “No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer.” Es decir, para Bernard Shaw,el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban la Musa.”
Pero, a fin de cuentas, ¿la musa para qué y por qué? Porque todo se hace para alguien, y la musa es la emoción y el talento, una metáfora de la necesidad de comunicación que tienen todas las personas, de sentirse comprendidas, de encontrar respuestas. Y también para dar cuenta de nuestra existencia concreta, del aquí y el ahora, de la manera en que participamos del mundo. Para mostrar la sensibilidad de nuestro tiempo, un tiempo lleno de incertidumbre sobre el que la poesía puede seguir arrojando algo de luz si los poetas quieren.
Seguimos creyendo que una de las misiones de la poesía es enfrentarse al poder. Y el poder de hoy no hace más que invitarnos al silencio, al fragmento, a las subjetividades ensimismadas y a la pérdida de diálogo entre las conciencias. Queremos decirle adiós a todo eso.
Prólogo a la edición del libro Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español), Visor, 2011
La realidad no es legible de manera evidente. Las ideas y teorías no reflejan sino que traducen la realidad, pudiendo traducirla de manera errónea. Nuestra realidad no es otra cosa que nuestra idea de la realidad. Del mismo modo, importa no ser realista en un sentido trivial (adaptarse a lo inmediato), ni irrealista en el mismo sentido (sustraerse de las coacciones de la realidad); lo que conviene es ser realista en el sentido complejo del término: comprender la incertidumbre de lo real, saber que existe una porción de lo posible aún invisible en lo real.
Edgar Morin
Edgar Morin
El lenguaje poético es un patrimonio colectivo. Una urdimbre tejida en la arena de la diversidad. Nuestras tradiciones literarias siempre se han visto atravesadas por múltiples mutaciones que han ayudado a componer y descomponer el ovillado paisaje de la palabra. No en vano la palabra recoge la complejidad genésica de nuestra existencia. Así ha sido en el caso de la lengua española. Las literatura(s) panhispánica(s) (de acá y allá, en diálogo unas veces, aisladas otras) siempre han manifestado en su devenir histórico la riqueza de lo plural, el desborde de lo conectivo. No existe una deriva única de lo poético. Nunca se produjo una voz homogénea para toda nuestra tradición. Las tentativas de encerrar el lenguaje literario dentro de límites inamovibles han dado como resultado estructuras cerradas de pensamiento que trabajan en contra de la propia y esencial condición de la palabra.
Las personas que firmamos esta carta creemos firmemente en esta pluralidad poética heredada –a la que hemos tratado de contribuir activamente con nuestro propio trabajo– y por eso nos mostramos resistentes a cualquier forma de cierre normativo. Creemos necesario alzar un muro de contención ante actitudes que pretenden reproducir debates que «ya» no son legítimos –que, en realidad, nunca lo fueron– porque representan en sí mismos una agresión a esa misma pluralidad conquistada, al trabajo y legado creativo, teórico y vital de muchas poéticas y poetas precedentes y que recogen de manera natural el legado incuestionable de los padres de la modernidad poética: del romanticismo inglés y alemán al surrealismo pasando por Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. Ha costado mucho desterrar de nuestro campo literario el cainismo y la exclusión. No vamos a consentir ahora que vuelvan a reproducirse estrategias envenenadas similares. El debate de poéticas es necesario, útil el contraste filosófico, intelectual, en torno a la creación, pero siempre en el marco de un respeto escrupuloso a la diversidad y el disenso.
Por todo ello queremos reivindicar como legítimo y propio de la(s) poética(s) panhispánica(s) actual(es) los siguientes elementos:
Escritura(s). En plural. Modos del lenguaje que se encuentran. Ningún programa prescriptivo. Huellas. Rescoldos a modo de conceptos, de cruces, de intuiciones. Ninguna tabla de la ley. No sabemos. Quizá sean un modo de operar, de practicar la literatura. Ese acontecimiento ignoto. No sabemos. Disparan la semilla de lo por hacer y de lo hecho. No sabemos. Mueven a la acción.
Tradicion(es). En plural. Linajes incrustados, desde siempre, en nuestra modernidad, en nuestra memoria literaria. Linajes que se activan y se iluminan desde el presente y de los que debemos hacernos merecedores. Como afirmó Eliot, la tradición «no se puede heredar, y si la deseas debes obtenerla con gran esfuerzo». Cada poeta se forja y construye su tradición, su propia cadena de ejemplos y magisterios, y este esfuerzo es en sí mismo un acto poético, una intervención en el mundo. Puede ocurrir –y de hecho ocurre– que este esfuerzo ponga a prueba nuestra capacidad de asunción cognitiva o de mera comprensión, incluso a lo largo de toda una vida de esfuerzo. La dignidad e inteligencia vitales consiste entonces en asumir esta discapacidad en vez de darle el formato autoexculpatorio de lo incomprensible, lo hermético, lo bárbaro y despreciable. Imposible simplificarla, esencializarla, despotenciarla a través de marbetes o etiquetas reductoras. Imposible normativizarla en interés propio, mediante operaciones espurias de exclusión o ninguneo. Voces habitadas para nuestro presente y nuestro futuro.
Heterodoxia(s). En plural. Nunca una lectura unívoca de lo poético, no podemos aceptar como obvio ni la desaparición del habla ni el habla homogeneizada. La palabra poética implica desborde, intersubjetividad, entramado conectivo, intersticio, complejidad. Y significa todo ello porque dialoga con lo humano.
Poética(s). En plural. No hay una poética una que convierta a las demás en otras. No hay norma, no hay centro natural o tácito. Queremos (re)afirmar y defender el deseo y la probada capacidad de convivencia de poéticas diversas que han demostrado en los últimos años su resistencia a la codificación. No precisamos para construir o apuntalar una identidad la negación del Otro. No vivimos la alteridad como amenaza, sino como nutriente y condición necesaria para la construcción de nuestra posible identidad colectiva y personal.
Hibridez y Diversidad(es). En plural. Creemos que la poesía no es mercancía, no es hija de la rentabilidad económica. Tampoco de las ideologías. La poesía es una multiplicidad de pájaros, aves raris, aves migratorias, que ponen su nido en lo alto, alejado del manoseo y voracidad de las alimañas y carroñeros. No podemos, por tanto, hablar de «una» poesía, sino de «poe-diversidad», en constante vuelo, en constante cruce, en constante mestizaje. Y no enjaulada, sino libre, puede ser del mundo, desde el mundo, con el mundo. Pero siempre «haciendo mundo».
Pensamiento(s). En plural. Desconfiamos de los falsos dualismos (razón y emoción, realismo e irracionalismo, público y privado, naturaleza y cultura…) en los que se ha querido encerrar lo poético. Se trataría, como dice Miguel Casado, de «ampliar la noción de pensamiento, extenderla a todos los movimientos de la mente, a uno y otro lado de la conciencia, a todos los movimientos interiores del lenguaje que de modo constante nos recorren y atraviesan». En definitiva: destacar el carácter desestabilizador y genésico de la palabra poética como apertura del pensamiento.
Realidad(es). En plural. La relación de lenguaje y realidad es compleja, porque ambas son complejas de por sí y más cuando se relacionan, influyen, comunican. Es simplista y equívoco detenerse en un estilo o propuesta, en una sola manera de abordar esa difícil exploración de la materia (humana y no humana) que llegará a ser poema.
Subjetividad(es). En plural. Sin menoscabo de que cada uno/a pueda o quiera llevar la voz poética adonde crea conveniente. Todas las formas de enunciación tienen sentido y no seremos nosotros quienes juzguemos la pertinencia de lo que cabe o de lo que debe desaparecer.
Emoción(es). En plural. No codificadas, no predeterminadas en un calculado ejercicio de causa-efecto practicado desde las inevitables limitaciones del poeta sino trascendidas y reveladas junto a él en un proceso que hermana escritura y lectura, que convierte al lector en agente activo y co-productor de sentido.
Lector(es). Recepciones. Por todo lo anterior reivindicamos el respeto a la inteligencia y creatividad lectoras, a la libérrima capacidad de sorprenderse y sorprendernos de aquel que generosamente se acerca a un texto para darle vida; a su derecho inalienable de que nada ni nadie se haga garante ni faro de sus emociones, su criterio, su infinita libertad.
Así, queremos reivindicar la convivencia de poéticas, la pertinencia del debate crítico, la belleza de la pluralidad como alimento de lo creativo. Y rechazamos de manera frontal cualquier estrategia de apropiación, simplificación o reduccionismo literario.
Y para que así conste lo firmamos en Madrid a 17 de mayo de 2011.
Carta de respuesta al manifiesto Defensa de la poesía, prólogo del libro Poesía de la incertidumbre (Visor, 2011)
Jorge Riechmann: Por un realismo de indagación
(HOMENAJE A JOAN BROSSA)
Joan Brossa publica en castellano Añafil2 (Huerga & Fierro Editores, Madrid 1995) y vuelvo sobre su obra. Es para mí uno de los poetas esenciales del siglo, y un ejemplo de la clase de integridad estética y moral que me gustaría fuese propia de los artistas. Me acompaña desde que en enero de 1986 (después de haber leído los iluminadores textos críticos que le dedicó Manuel Sacristán) di con la traducción que de Me hizo Joan Brossa editada en Canarias por Sánchez Robayna en 1973.
Acaso una manera no del todo insensata de enfocar el problema del realismo fuese partir de hechos bien conocidos por los investigadores en fisiología comparada y en fisiología de la percepción (me atrevo a apuntarlo pese a no estar afiliado al colegio profesional correspondiente). Por decirlo en dos palabras: no puede concebirse un mundo independiente de cualquier organismo (tal mundo poseería sólo partículas físicas elementales, mas no “objetos”). Las diferentes especies de seres vivos habitan realidades diferentes, se desenvuelven dentro de diferentes mundos: su aparato sensorial y su estructura de necesidades e intereses actúan como poderosos filtros que simplifican la realidad, seleccionando ciertos aspectos de ésta e ignorando otros (y constituyendo en este proceso lo que para cada cual valdrá como mundo).
En definitiva, la realidad contiene primordialmente lo que uno puede percibir y lo que uno va buscando en ella, y al obrar así inevitablemente dejamos fuera de nuestro mundo la mayor parte de la realidad (en el sentido de “realidad de realidades” omniabarcante). Siendo esto así, cobrar conciencia de lo limitado de nuestro aparato perceptivo y de lo parcial de los propósitos que orientan nuestras búsquedas resulta esencial.
Realismo, para mí, se definiría en términos sobre todo negativos. Caracteriza al realista su voluntad de no excluir (no excluir lo discordante, lo incómodo, lo atípico, lo que no encaja en nuestros idealizados órdenes preconcebidos); su afán de resistir cuanto sea posible contra los procesos (vital y pragmáticamente necesarios) de simplificación y tipificación de la realidad; su deseo de atender a las voces soterradas, reprimidas, intempestivas que de repente horadan nuestra realidad previamente constituida.
No se sabe que nadie haya patentado la fórmula del realismo en literatura: pero ¿no se acepta al menos que la unidimensionalidad es incompatible con la veraz y apasionada atención a lo real?
A lo largo de estos apuntes Joan Brossa será al mismo tiempo mediación, guía y contrapunto. Intentaremos entrelazar nuestra reflexión con su vigoroso pensamiento poético. Por ejemplo:
“Dejar hablar al objeto. Lo más próximo puede llegar a ser lo más lejano” (J.B.).
Como ha dicho otro poeta admirable, el argentino Roberto Juarroz: “La poesía es el mayor realismo posible, porque es abrir la escala de la realidad, la escala de lo que es, hasta sus últimos confines —si es que tiene confines”.
“Dejar hablar al objeto. Lo más próximo puede llegar a ser lo más lejano” (J.B.).
Como ha dicho otro poeta admirable, el argentino Roberto Juarroz: “La poesía es el mayor realismo posible, porque es abrir la escala de la realidad, la escala de lo que es, hasta sus últimos confines —si es que tiene confines”.
En el límite nos hallaríamos en el estado de gracia picassiano: habiéndonos despojado ascéticamente de los propósitos utilitarios y de las necesidades inmediatas, recorrer la vasta realidad de realidades sin la preocupación de buscar, sólo encontrando.
(A propósito de Picasso y el realismo, se cuenta la siguiente anécdota, no sé si apócrifa: el artista enseña a un cliente el retrato que ha pintado de su mujer. “No se parece a mi esposa”, se queja el cliente. El pintor le pregunta cómo es ella, y el hombre saca una fotografía del bolsillo: “es así”, responde. “¡Es increíble —replica Picasso—: no me imaginaba que fuese tan pequeña!”).
“El verdadero poeta de nuestro tiempo (no el constructor de versos estériles y paralizadores) dispone hoy de una amplia paleta con muchos colores, que puede utilizar según sus necesidades y la sutileza de su antena. Yo no llamaría desviaciones a esta diversidad, sino registros. (...) ¿Qué impide al poeta utilizar códigos nuevos y darles un contenido ético que no les da la sociedad de consumo?” (J.B.)
El realismo es una actitud frente a lo real y no un catálogo de procedimientos; la indagación realista tiene que ver con un compromiso moral más que con la búsqueda de efectos.
“El verdadero poeta de nuestro tiempo (no el constructor de versos estériles y paralizadores) dispone hoy de una amplia paleta con muchos colores, que puede utilizar según sus necesidades y la sutileza de su antena. Yo no llamaría desviaciones a esta diversidad, sino registros. (...) ¿Qué impide al poeta utilizar códigos nuevos y darles un contenido ético que no les da la sociedad de consumo?” (J.B.)
El realismo es una actitud frente a lo real y no un catálogo de procedimientos; la indagación realista tiene que ver con un compromiso moral más que con la búsqueda de efectos.
Realismo: una obra abierta a la irrupción de lo contingente. Donde —como en la vida de las personas vivas— pudiese a cada instante llegar el vendaval que desbarata las trenzadas certidumbres, derrumba las estructuras asentadas. Una obra que no es propiedad privada de su autor, y a la que por tanto le sobran cercas y valladares. Donde cualquiera puede llegar, descansar un rato, beber agua, cambiar alguna cosa. Una obra que sabe sobre la realidad de la muerte. Obra abierta me sigue pareciendo una buena consigna.
“Alguien dijo que la forma es el fondo subido a flote. (...) Un poema es, ante todo, eso: un poema. Y el realismo apunta a un problema de resultado, no de forma” (J.B.).
No hay peor ilusión que la creencia en una realidad de sentido único. (Ni siquiera dos sentidos serían satisfactorios: yo desconfío de todo lo que sea menos de dos sentidos y medio.) La realidad comprende a los realismos, y no a la inversa.
“Alguien dijo que la forma es el fondo subido a flote. (...) Un poema es, ante todo, eso: un poema. Y el realismo apunta a un problema de resultado, no de forma” (J.B.).
No hay peor ilusión que la creencia en una realidad de sentido único. (Ni siquiera dos sentidos serían satisfactorios: yo desconfío de todo lo que sea menos de dos sentidos y medio.) La realidad comprende a los realismos, y no a la inversa.
Supone un verdadero escarnio que a veces se denomine realismo a un catálogo de procedimientos diseñado para amputar todas las dimensiones de la realidad excepto una o dos a las que se quiere dar preponderancia.
“A la realidad se le deben abrir las ventanas; debe ser un punto de partida, no uno de llegada” (J.B.).
El tema de un poema no determina que éste sea bueno o malo: esto es una trivialidad. Pero a la inversa, no cabe pretender que la voluntaria reclusión en el mundo estético y sentimental de don Manuel Machado —por poner un ejemplo— se acepte como criterio de excelencia. ¿No tendrá la poesía nada que decir sobre los ratones transgénicos y el “efecto invernadero”, sobre el asesinato de Ken Saro-Wiwa y las privatizaciones de empresas públicas? El poeta ¿no debe recordar, al menos durante algunas horas a la semana, que también es un ciudadano?
“Me place escribir una cosa y decirla/ después de leerla, y luego hacerla” (J.B.).
Propugno un realismo de indagación, un realismo experimental, capaz de abrir senderos en el vasto continente de la realidad y capaz también de poner en cuestión sus propios procedimientos. El poeta no escribe sabiendo de antemano lo que va a encontrar.
“A la realidad se le deben abrir las ventanas; debe ser un punto de partida, no uno de llegada” (J.B.).
El tema de un poema no determina que éste sea bueno o malo: esto es una trivialidad. Pero a la inversa, no cabe pretender que la voluntaria reclusión en el mundo estético y sentimental de don Manuel Machado —por poner un ejemplo— se acepte como criterio de excelencia. ¿No tendrá la poesía nada que decir sobre los ratones transgénicos y el “efecto invernadero”, sobre el asesinato de Ken Saro-Wiwa y las privatizaciones de empresas públicas? El poeta ¿no debe recordar, al menos durante algunas horas a la semana, que también es un ciudadano?
“Me place escribir una cosa y decirla/ después de leerla, y luego hacerla” (J.B.).
Propugno un realismo de indagación, un realismo experimental, capaz de abrir senderos en el vasto continente de la realidad y capaz también de poner en cuestión sus propios procedimientos. El poeta no escribe sabiendo de antemano lo que va a encontrar.
Al buen explorador lo guía la insegura brújula de su propio deseo, y sabe que no puede renunciar a la inseguridad sin perder lo más precioso de su travesía.
“Miró decía que el espectador debe recibir un impacto entre los ojos, antes de que intervenga el pensamiento. Y un día en su taller me confesó que el primer sorprendido de un hallazgo tiene que ser el propio autor” (J.B.).
“Miró decía que el espectador debe recibir un impacto entre los ojos, antes de que intervenga el pensamiento. Y un día en su taller me confesó que el primer sorprendido de un hallazgo tiene que ser el propio autor” (J.B.).
En poesía el realismo no tiene que ver con la representación. Es creación de presencia y no evocación de la misma. Un buen poema no es una fotografía sino una fuente de luz.
Las estructuras estéticas no reflejan las estructuras del mundo, sino que lasiluminan por el fondo. (Como una hoja seca colocada sobre la pantalla de una lámpara.) El poeta, artesano de las metamorfosis, pasea su linterna descentrada por el envés de las cosas.
“Por la palabra por empieza/ este poema donde// la tierra se transforma/ en agua, el agua/ en aire, el aire/ en fuego” (J.B.).
Yo también estoy a favor de la poesía útil (aunque me parece que el adjetivopracticable abarca más cosas). Pero cuando se habla de poesía útil hay que preguntar enseguida: ¿útil para quién? La poesía tiene que medirse con la realidad entera, sin amputaciones. Con mayor razón en la cámara de tortura, en la sociedad escindida, en el planeta que agoniza. Cuando la poesía no mira de frente a las luchas de clases —y al resto de las luchas sociales donde se decide la suerte de nuestro mundo—, acaba perdiendo la cara.
“Estos versos quedan escritos/ para que pasen inadvertidos como/ un cristal. Estoy mirando a la calle/ a través del cristal de una ventana./ Miráis a la calle y no veis el cristal.// Fuera y dentro de vosotros/ hay un universo.// Quiero también que los versos/ de este poema sean idénticos/ a las campanadas de los relojes/ de torre que hay por el mundo/ entero” (J.B.).
“Por la palabra por empieza/ este poema donde// la tierra se transforma/ en agua, el agua/ en aire, el aire/ en fuego” (J.B.).
Yo también estoy a favor de la poesía útil (aunque me parece que el adjetivopracticable abarca más cosas). Pero cuando se habla de poesía útil hay que preguntar enseguida: ¿útil para quién? La poesía tiene que medirse con la realidad entera, sin amputaciones. Con mayor razón en la cámara de tortura, en la sociedad escindida, en el planeta que agoniza. Cuando la poesía no mira de frente a las luchas de clases —y al resto de las luchas sociales donde se decide la suerte de nuestro mundo—, acaba perdiendo la cara.
“Estos versos quedan escritos/ para que pasen inadvertidos como/ un cristal. Estoy mirando a la calle/ a través del cristal de una ventana./ Miráis a la calle y no veis el cristal.// Fuera y dentro de vosotros/ hay un universo.// Quiero también que los versos/ de este poema sean idénticos/ a las campanadas de los relojes/ de torre que hay por el mundo/ entero” (J.B.).
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DIÁLOGO FINAL ENTRE DOS POETAS EN EL INFIERNO
FRANCISCO BRINES: -Pero de verdad y a estas alturas, ¿algo nos puede sorprender? Tan sólo si aplicamos no la mirada real, sino la histórica, podemos imaginar lo que efectivamente ocurrió cuando el arte era tan joven y nosotros no habíamos aún nacido. La vieja vanguardia, enteramente deglutida, ha perdido su insolente y directa capacidad revulsiva o de sorpresa.
JOAN BROSSA: -Siempre digo que no soy “vanguardista”. Soy de mi tiempo. Lo que pasa es que entre tanto “retroguardista” ser de tu tiempo es ser “vanguardista”. La única forma de vencer a la tradición es continuarla, no repetirla. Porque un hecho es como un saco vacío.
Hoy la cultura es algo así como la puta de la política, igual que la retórica lo es del arte. Veo en todos los “neo” y los “trans” un fondo de motivación económica. Los artistas colaboran en la lucha de la eficacia contra la ética y se dedican a fabricar mentiras en serie. La verdad es que hoy se miente demasiado. Yo siempre he trabajado sin demanda: toda la vida he sido dueño de mi destino.
Publicado en Canciones allende lo humano (Hiperión, Madrid 1998)
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