“Inquieta que el mundo, por decirlo de algún modo, se vacíe a sí mismo
porque las historias que se quedan pegadas a las cosas no serán nunca ni oídas,
ni dibujadas, ni contadas a otros por nadie.”
W.G. Sebald
Paul
Nougé, Le bras Révéler, 1929-1930
"En nosotros siguen vivos los oscuros rincones, los pasajes misteriosos, las ventanas cegadas, los patios sucios, las ruidosas tabernas, y las posadas cerradas con llave. Recorremos las anchas calles de la ciudad nueva, pero nuestros pasos y miradas son inseguros. La ciudad judía vieja e insalubre que hay en nosotros es mucho más real que la ciudad nueva e higiénica que nos rodea. Despiertos vamos atravesando un sueño: no somos más que fantasmas de tiempos pasados...".
Franz Kafka
Paul-Nouge Cils-Coupes,Serie La subversion des images,1929-1930
El relato de Peter Handke del miedo del portero.
(…) Handke, cuya exactitud analítica se sabe tributaria de la
tradición austríaca del escepticismo hacia el lenguaje y, especialmente, de
Wittgenstein, demuestra, mediante la desintegración “patológica” de la capacidad
de hablar de su personaje, que la dimensión del lenguaje nunca puede sobrepasar
la realidad, sino siempre, únicamente, rodearla. Por ello, cuando la
realización verbal no hace más que duplicar aquello de lo que se trata, la
visión patológica que lo anota todo de forma continua, aunque sólo sea
mentalmente, es, como aclaran los pasajes que siguen, la forma más precisa de
percibir y, como tal, algo de lo que dependemos para la transcripción literaria
del mundo.
“Vio cómo dos campesinos se daban la mano en la puerta de una tienda;
tenían las manos tan ásperas que oía cómo raspaban al contacto. En la carretera
asfaltada había huellas embarradas de tractores que venían de los caminos
vecinales. Vio que una mujer anciana estaba inclinada delante de un escaparate
con el dedo en los labios. Los aparcamientos delante de las tiendas se iban
quedando vacíos; los últimos clientes entraban ya por la puerta trasera. “La
espuma” “se resbalaba hacia abajo” “por los escalones de la puerta cochera”.
“Detrás” “de la luna de los escaparates” “había” “colchones de plumas”. Metían
de nuevo las pizarras negras de los precios en el interior de las tiendas. “Los
pollos” “picoteaban” “las uvas caídas por el suelo”. Los pavos se acurrucaban
pesadamente en las jaulas de alambre de los huertos de frutas. Las estudiantes
de magisterio salían por la puerta con las manos apoyadas en las caderas. En la
oscura tienda, el comerciante estaba en silencio detrás del peso. “Encima del
mostrador” “había” “trocitos de levadura”.”
La mirada que anota, que trata de verificar en la realidad y en cada
uno de sus componentes lo que el lenguaje le permite saber, conduce, como
muestran sin más las frases citadas, a una especie de recapitulación evocadora.
La tautológica relación entre lenguaje y realidad, de la que tanta conciencia
tiene quien habla para sí, revela que esa persona no posee en las cosas que la
rodean más que el eco de sus propias ficciones.
Del grado de comprensión de ese dilema depende quizá si el discurso se
extingue en un murmullo autista consigo mismo o pasa a la metaficción de un
texto literario. (…)
La
sintomatología de la alienación, que Handke desarrolla en su historia del miedo
del portero, se ocupa sobre todo, más allá de la falta de fiabilidad de la
realidad reflejada en el lenguaje, de la experiencia sensorial de una
existencia cortada de su contexto social. La resonancia del espacio vacío donde
el individuo aislado se imagina expuesto amplifica aún más los ruidos que
registra una sensibilidad exacerbada al máximo. El oído de Bloch es tan
sensible que “durante un buen rato
le pareció que en la mesa de al lado no ponían las cartas tranquilamente sobre
la mesa, sino que hacían un ruido terrible, y detrás de la barra no dejaban
caer la bayeta en el fregadero, sino que la arrojaban con fuerza y se oía una
especie de ¡bum!; y la hija de la posadera, que llevaba unos zuecos de madera,
no caminaba normalmente sino que hacía un ruido trepidante; el vino no caía en
los vasos, sino que hacía gárgaras y de la máquina tocadiscos no salía música,
sino truenos”. El fenómeno de la alucinación, que para la comprensión
normal parece el síntoma más inexplicable de los estados patológicos, se hace
comprensible por las reacciones desproporcionadas de una sensibilidad extrema.
(…)
La otra cara es la lección que el carabinero le da en la técnica de
vigilancia, indispensable para su profesión.
“Cuando se enfrenta uno a alguien… es importante mirar al otro a los
ojos. Antes de que eche a correr, sus ojos indican la dirección en que lo hará.
Pero al mismo tiempo hay que observar también sus piernas. ¿En qué pierna se
apoya? Se echará a correr en la dirección que señala la pierna en que se apoya.
En el caso de que el otro quiera engañarte y no vaya a echarse a correr en esa
dirección, tendrá que cambiar la pierna de apoyo justamente antes de echarse a
correr, y en esta operación perderá tanto tiempo, que mientras tanto se le
puede echar uno encima.” (…)
Las fotografías que el sujeto que sabe su existencia amenazada se ve
obligado a hacer ininterrumpidamente de los objetos y sucesos de su entorno,
tienen, con independencia de su especial función de seguridad para el individuo
perturbado, la significación más amplia de que también el registro artístico de
la realidad “vida” sólo puede realizarse en la bidimensionalidad de la imagen o
del texto. (…)
La historia de una alineación que presenta el relato de Handke es en
definitiva idéntica a la búsqueda silenciosa y articulada por el autor de la
destrucción de la infancia de que se trata. La efímera fama de Bloch como
portero, que quizá lo ayudó durante cierto tiempo a superar la dificultad del
recuerdo, sería entonces una paráfrasis de la fama literaria de Peter Handke.
(…)
W.
G. Sebald (Pútrida
patria
Paul Nougé. “Les Spectateurs”. “La Naissance de l´Objet”. 1930.
Paul Nougé (1895-1967), es uno de los muchos artistas
intelectuales que alimentaron de ideas, actitudes y conceptos al surrealismo
desde la penumbra, en un discreto segundo plano. Aunque perteneció al grupo
surrealista de Bruselas, es poco conocido, al contrario que su amigo René
Magritte.
Paul Nougé a la derecha sonriendo con René Magritte.
Publicó muy poco por propia iniciativa, interesándole
más escribir a través de las palabras de otros.
Poeta, filósofo, y también fotógrafo, Nougé realizó una serie de 19 fotografías entre 1929 y 1930 que que se publicó como una
serie con el título “La subversión des images” por Marcel Mariën en 1968.
Ver es un acto Paul Nougé
“La subversión de las imágenes” fue el titulo dado a una exposición sobre fotografía en la Fundación Mapfre.
Brassaï objetos a gran escala [OB OB 1 a 8] Ocho contactos grabados de gelatina de plata montado sobre cartón, copias de época, 23,5 x 32 cm
Brassaï, billete de autobús enrrollado, 1932 Gelatina de plata,
23,5 x 17 cm. París, Centro Pompidou,
(Brassaï, DALI, Salvador), "Esculturas involuntarias" Minotauro,
No. 03/04, diciembre de 1933, p. 67
En
el catálogo de la exposición Roland Penrose escribe sobre
Brassaï:
Como
muchos parisinos, no había nacido en la capital francesa. Tampoco era sólo lo
que se piensa que es –un fotógrafo llamado Brassaï-. Eligió este nombre por la
ciudad donde naciö –Brasov- que, en el momento de su nacimiento, el 9 de
septiembre de 1899 a las 9 horas de la tarde, era
húngara y no rumana como hoy. Aunque estudió durante dos años en la
Escuela de Bellas Artes de
Budapest y después en Berlín, no se hizo pintor. Tampoco se quedó en la
Europa central, sino que se
fue a París. Ya había cumplido los treinta cuando empezó a manejar una cámara
fotográfica.
Todos
los fotógrafos que miran y perciben el mundo con un entendimiento y
discernimiento que superan en agudeza a la visión aletargada que tenemos todos
los demás no pueden sino tener cualidades propias de un poeta.
Para
Brassaï, la fotografía no es un arte, es el anzuelo con el que saca de sus
escondites las maravillas que están sumergidas en los ríos del tiempo y el
espacio. Con cada toma, extrae una nueva imagen, arrancada a las tinieblas, que
reconocemos como verdadera y vital. Una imagen capturada viva, la mirada
clavada, sin aliento, con el brillo que le da el halo del entorno en que vive.
Las
paredes de París tienen voces propias, que hablan múltiples idiomas: los
mensajes que más despiertan nuestra curiosidad son casi siempre anónimos. Cada
calle tiene nombre, cada casa está numerada, pero cada superficie de piedra,
ladrillo o yeso leproso es el testigo insigne de la labor y el pensamiento humanos.
En la repetición interminable de detalles que desafían a la mirada y la vuelven
insensible, Brassaï descubre mensajes únicos que presentan la paradoja de
pertenecer al ámbito de lo eterno y a la vez de ser tan efímeros como un saludo
entre extraños. Son signos llenos de misterio, son la exteriorización urgente y
ostentosa del orgullo y el deseo, o una advertencia secreta escondida en un
oscuro mensaje codificado. Son juegos en los que puede participar quien lo
desee o, al contrario, un juego solitario en el que uno consigue con paciencia
convertir una superficie inerte en el espejo vivo de la imaginación.
Los
signos escritos en las paredes expresan el triunfo o la desesperación: al igual
que las arrugas que marcan un rostro, evidencian las emociones escondidas.
Brassaï, “laoeil de París”, como le llamaba Henry Miller, mira más allá de la
superficie. Estudia los tejados, los árboles, las aceras de la ciudad empapadas
por la lluvia, pero también nos acerca al brillo o a la banalidad de sus
interiores, ya sean públicos o privados. Conoce a los enamorados, los niños,
los obreros, los mendigos; es decir, a la humanidad de la ciudad.
Paul NOUGE-Les-voyantes. 1929
Habíamos ido a Trieste, a visitar a Elena, y al llegar
a la Piazza Unità de pronto nos pareció que habíamos desembocado en la Praça do
Comércio de Lisboa: la amplitud despejada, los edificios austrohúngaros, el
horizonte del mar. Lisboa tiene asonancias austrohúngaras igual que las tiene
de Oriente, en esa curva hacia arriba que hacen los aleros de los tejados, y
que vendrá de Macao. En el barrio de Alcántara, la visión del puente
Veinticinco de Abril -un puente tan lleno de belleza como su nombre- al final
de una calle empedrada, o por encima de un antiguo almacén portuario, me hace
pensar en esa zona de Brooklyn que llaman ahora DUMBO, los edificios
industriales en las calles en cuesta que tienen al fondo las vigas azules del Manhattan
Bridge,el que se ve en Érase una vez en América. Desde
un cigarral a las afueras de Toledo, los colores de tierra en el atardecer y el
verde oscuro de los cipreses me han hecho acordarme de Granada. La colina de la
Alhambra rima con la de la Alfama, con el castillo de San Jorge en lo alto: lo
que hay al fondo en Granada, en vez del Tajo, es la Vega, ancha y lisa como un
mar, antes de que la destrozaran los especuladores y los concejales de
urbanismo. En los días nublados hay calles de Lisboa que tienen una luz como de
Montevideo.
En el exilio se acentúan las asonancias de ciudades.
Cuando Salman Rushdie vio de lejos la Alhambra me dijo que se parecía mucho a
la Fortaleza Roja de Delhi. Francisco Ayala se paseaba por la Avenida de Mayo
de Buenos Aires y le parecía que iba por la Gran Vía del Madrid de su juventud.
Un amigo argentino que había estado exiliado en Suecia durante la dictadura
militar nos contaba que de vez en cuando iba a Madrid a pasearse por la Latina
porque se le aliviaba la nostalgia. “Era como estar en San Telmo”.
Antonio Muñoz Molina 18/11/ 2013
Paul-Nougé-Manteau en suspension dans l'espace-c.-1929-1930
Ciudades. Siempre son dos, idénticas y a la vez muy
distintas entre sí, superpuestas en el mismo espacio, como las ciudades
sucesivas que excavan los arqueólogos en el mismo solar, estratos de ruinas
apilados los unos sobre los otros. Está la ciudad desconocida del primer o de
los primeros días y la otra ciudad que ya es familiar. En la primera las cosas
flotan sin orden, aparecen, desaparecen, se pierden, se encuentran de golpe
inesperadamente al doblar una esquina. Es la que se explora con la ayuda de un
mapa: es esa ciudad de los viajeros perdidos que desdoblan y despliegan un mapa
y no encuentran correspondencia entre lo que en el mapa está tan claro y la
confusión en la que se han extraviado. En la segunda ciudad reina el orden y
aunque no se vea su final las calles conducen siempre a los mismos sitios. Son
como las dos caras de la mujer amada de las que habla Proust: cuando Charles
Swann mira a Odette un día antes o unos minutos antes de estar enamorado de
ella dice Proust que la está viendo de verdad por última vez. La primera ciudad
se atisba en breves relámpagos de memoria en los que uno es de nuevo el recién
llegado.
Extrarradios. Bastantes ciudades empiezan bien, pero casi
todas acaban mal. Empiezan en un centro histórico cuidado y con frecuencia
maquillado para el turismo y el comercio de lujo y acaban de cualquier manera,
desastrosamente, en descampados con rotondas y centros comerciales, en guetos
ruinosos para los pobres y los emigrantes, en malas imitaciones de las zonas de
negocios de las ciudades americanas, con torres de cristal azulado que son
exactamente las mismas en todo el mundo. Ámsterdam, en general, se extiende
bastante bien, se va mutando en tejidos sucesivos, como disolviéndose en ellos,
disgregándose a veces al final en el puro campo, en el campo llano y fértil que
ordenan las líneas rectas de los caminos sombreados por árboles, los canales,
los diques. Los extrarradios de la ciudad revelan otras arquitecturas y otras
formas de vida: una tradición sólida y continuada de vivienda social que empezó
con el siglo XX, y que tuvo una edad de oro en los años veinte y treinta, pero
que se mantiene vigorosa y original todavía. Sutiles audacias visuales y
sentido común: arcos de ladrillo que recuerdan a Gaudí, bloques de pisos de
tres o de cuatro alturas que tienen la disciplina geométrica y el cromatismo
luminoso de cuadros de Mondrian. En un balcón riega las plantas una mujer con
velo musulmán. El mejor sistema de exploración es perderse, tirar adelante por
un carril bici que atraviesa calles, barriadas y parques y no termina nunca. Lo
malo es que luego uno no sabe dónde ha estado y no tiene manera de volver.
Novelista. Decía Buñuel que los méritos principales de
Hemingway eran el inglés y el dólar. Algo de eso hay. Porque uno no puede estar
en todo y porque Harry Mulisch no era británico ni francés y escribía en
holandés y yo no me he enterado de su existencia hasta hace unos días, cuando
hojeé en la librería Athenaeum una novela suya traducida al inglés, The
assault. No es muy larga, menos de doscientas páginas, y la devoré en tres
días. Luego he comprobado que está traducida en Tusquets, como varias novelas
más de Mulisch, que es uno de los grandes de la literatura contemporánea en
Holanda. Parte de la novela transcurre en las mismas calles que al cabo de unas
pocas semanas ya conozco bien. Trata de un solo hecho atroz, y también
secundario, el asesinato a manos de la resistencia holandesa de un jefe de
policía colaboracionista, en el último invierno de la guerra, y de las
resonancias que ese hecho único provoca en varias vidas a lo largo de muchos
años, y de las capas de sentido que encubren lo que parece más simple.
Antonio Muñoz Molina "Para un diccionario básico" El País 12/09/2012
Paul-Nougé-Sans-Titre-ca.-1930
Siempre da algo de reparo
hablar de las cosas delante de la gente que sabe hacerlas de verdad. Nos
callamos nosotros y subió al estrado el cuarteto Avanti, y nada de lo que
dijimos tenía la fuerza y la verdad de lo que ellos tocaron: el cuarteto nº 4
de Shostakovich. Sonaba próxima y tajante esa música en la iglesia románica, y
al escucharla se volvía más claro algo de lo que habíamos conversado: la música
lo pone a uno delante del misterio, porque nos traspasa con una emoción que no
puede ser traducida en palabras. La música nos hace conscientes de que hay
cosas fundamentales que no pueden decirse, y límites al conocimiento. En cada
cuarteto de Shostakovich -componía cuartetos quizás con un impulso parecido al
de Rembrandt pintando autorretratos- hay una confesión íntima, pero no sabemos
explicarla, o sólo muy parcialmente, con muchas veladuras.
Pero ya lo decía Antonio
Machado, refiriéndose a las canciones infantiles: “Oscura la historia/ y clara la pena”.
En febrero de
1890, es decir, doce años después de su llegada a Lowestoft y más de quince
después de la despedida en la estación de Cracovia, Korzeniowski, que
entretanto ha adquirido la nacionalidad británica y la patente de capitán y ha
estado en las regiones más apartadas del mundo, regresa por primera vez a
Kazimierowska a casa de su tío Tadeusz. En unas notas que tomó mucho más tarde,
describe cómo después de breves estancias en Berlín, Varsovia y Lublin llega a
la estación ucraniana en la que el cochero y el mayordomo de su tío le están
aguardando en un trineo tirado por cuatro caballos bayos, que por lo demás es
muy pequeño, casi de juguete. Quedan ocho horas de viaje hasta llegar a
Kazimierowska. Cuidadosamente, escribe Korzeniowski, el mayordomo, antes de
tomar asiento a mi lado, me envolvió en un abrigo de piel de oso que me llegaba
hasta las puntas de los pies y me encasquetó un enorme gorro de piel provisto
de orejeras en la cabeza. Cuando el trineo arrancó, comenzó para mí un viaje
invernal de retorno a la infancia, acompañado del suave tintineo uniforme de
los cascabeles. Con un seguro instinto, el joven cochero, de dieciséis años
quizá, encontraba el camino a través de campos interminables, cubiertos de
nieve. A una observación por mi parte, continúa Korzeniowski, sobre el
admirable sentido de la orientación del cochero, que nunca titubeaba y ni
siquiera perdió el camino una sola vez, el mayordomo dijo que él, el joven, era
hijo de Josef, el viejo cochero que había llevado siempre a mi abuela
Bobrowska, que en paz descanse, y que más tarde había servido con la misma
fidelidad al “pane” Tadeusz hasta que la cólera se lo hubo llevado. También su
mujer, dijo el mayordomo, había muerto de la enfermedad que se había presentado
al romper el hielo, y también una casa entera llena de niños de la que
solamente ha sobrevivido este joven sordomudo que está sentado delante de
nosotros en el pescante. Nunca se lo había mandado a la escuela y nunca se
había contado con que alguna vez pudiera servir para algo hasta que se comprobó
que los caballos le seguían como a ningún otro criado. Y cuando contaba once
años, aproximadamente, se demostró que en su cabeza tenía el mapa de todo el
distrito, con cada una de las revueltas de los caminos, con la misma precisión
que si hubiera nacido con él. Jamás, escribe, Korzeniowski a continuación del
relato de su acompañante que él mismo vuelve a transmitir, me han llevado mejor
que aquella vez hacia el crepúsculo que se extendía a nuestro alrededor.
W.G. Sebald (Los
anillos de Saturno)
Paul Nougé- Magnetic table, 1929-1930.
Por la tarde,
hasta la hora del té, permanecí solo, sentado en el bar-restaurante del Hotel
Crow. Ya hacía un buen rato que se había atenuado el tintineo de los platos en
la cocina, en el reloj de la pared, equipado de un sol saliente y poniente y
una luna que aparece al atardecer, las ruedas dentadas se prendían las unas en
las otras, la péndola se movía regularmente de un lado a otro, la aguja grande
del reloj iba dando su vuelta a impulsos ininterrumpidos y por un momento me
sentí ya en la paz eterna cuando, en mi lectura más bien distraída del
dominical del “Independent”, me topé con un largo artículo directamente
relacionado con las imágenes de los Balcanes que había estado mirando por la
mañana en la Reding Room. El artículo, que trataba de las denominadas limpiezas
étnicas que los croatas habían llevado a cabo hace cincuenta años en Bosnia,
con el consentimiento de alemanes y austríacos, comenzaba con la descripción de
una fotografía sacada por uno de los milicianos de la ustachá croata, evidentemente
para la posteridad, en la que los camaradas, de un humor excelente y en parte
adoptando poses heroicas, cortan la cabeza a un serbio llamado Branco Jungic
con un serrucho. Una segunda fotografía, tomada como en broma, muestra el
cuerpo ya separado de la cabeza con un cigarrillo entre los labios medio
abiertos del último grito de dolor. El lugar de este hecho era Jasenovac, el
campamento emplazado junto al Sava en el que setecientos mil hombres, mujeres y
niños fueron asesinados con métodos que a los expertos del gran imperio alemán,
como se comentaba en un círculo más íntimo, les habrían puesto los pelos de
punta. Serruchos y sables, hachas, martillos y correas de piel que se ceñían en
el antebrazo con hojas fijas fabricadas en Solingen exclusivamente para cortar
cuellos, eran sus instrumentos de ejecución preferidos, además de un tipo de
patíbulo transversal en el que, como si fueran cornejas o urracas, ahorcaban en
fila a quienes no pertenecían al pueblo croata, ya fueran serbios, judíos o bosnios
que habían acorralado.
No muy lejos, a
no más de quince kilómetros de Jasenovac, existían los campos de Prijedor,
Stara Gradiska y Banja Luka, donde la milicia croata, con las espaldas
cubiertas por las fuerzas armadas alemanas y con la bendición de la Iglesia
católica, terminaba su jornada diaria de una forma similar. La historia de esta
masacre de varios años está documentada en cincuenta mil actas que alemanes y
croatas dejaron tras de sí en 1945 que hasta hoy, según el autor del artículo
publicado en 1992, se conservan en el archivo Bosanske Krajine, de Banja Luka,
que está o estuvo instalado en un antiguo cuartel del imperio austrohúngaro,
donde la central de información del grupo E del ejército tenía su cuartel
general en 1942. Sin ninguna duda, allí estaban informados de lo que entonces
pasaba en los campos de los ustachá así como de los hechos inauditos que
acaecían, por ejemplo, en el transcurso de la campaña de Kozara, dirigida
contra los partisanos de Tito, en la que murieron entre sesenta y noventa mil
personas por las llamadas acciones militares, es decir ejecutadas o como
consecuencia de las deportaciones. La población femenina de Kozara fue
trasladada a Alemania y una vez allí aniquilada en su mayor parte mediante el
sistema de trabajos forzados que se hacía extensivo a toda la zona del Reich.
De los niños que habían quedado, de una cifra inicial de veintitrés mil, la
milicia asesinó inmediatamente a la mitad, la otra fue deportada a Croacia, a
diferentes puntos de reunión, y de ellos no fueron pocos los que, antes de que
los vagones de ganado alcanzaran la capital croata, perecían de tifus,
agotamiento y terror. Muchos de aquellos que todavía seguían vivos destrozaron
con los dientes, de pura hambre, la pequeña placa de cartón que llevaban al
cuello con sus datos personales, borrando así, en la desesperación más
absoluta, su propio nombre.
Más tarde fueron
educados en el catolicismo en el seno de familias croatas, se les envió a
confesar y a tomar la primera comunión. Como todos los demás, aprendieron en la
escuela la tabla de multiplicar socialista, eligieron una profesión, y se
convirtieron en trabajadores del ferrocarril, vendedoras, constructores de
herramientas o libreros. Pero hasta el día de hoy nadie sabe qué clase de
sombras merodean en su interior. Por lo demás, en este punto hay que añadir que
en aquel tiempo, entre los oficiales del servicio de información del grupo E
del ejército, había un joven jurista vienés que era el máximo responsable de
redactar los memorandos concernientes a los desplazamientos de la población,
que por razones humanitarias habían de ser organizados con la mayor urgencia
posible. Por estos trabajos meritorios de escritura le fue otorgada, de manos
del jefe del Estado croata, Ante Pavelic, la medalla de plata con hojas de
roble de la corona del rey Zvonomir. En los años posteriores a la guerra,
parece que el oficial, tan prometedor ya al comienzo de su trayectoria y
sumamente versado en el mecanismo de la administración, fue ascendiendo a
diversos altos cargos, entre otros incluso al de secretario general de las
Naciones Unidas. En esta última función fue supuestamente él quien, para
posibles habitantes extraterrestres del universo, dejó grabado un mensaje de
salutación en una cinta magnetofónica que ahora, junto con otros hechos representativos
de la humanidad, navega a bordo de la sonda espacial “Voyager II” por el
extrarradio de nuestro sistema solar.
W. G. Sebald (Los
anillos de Saturno)
Paul-Nougé-Les-Profondeurs-du-Sommeil, 1929
“Si el gobernante está siempre en su lugar, el que aprende está
siempre de viaje. “Aprender debe seguir
siendo una aventura, porque, si no, habrá muerto al nacer. Lo que aprendas en
este instante dependerá de encuentros casuales y así, de encuentro en
encuentro, volverá a continuar, aprendizaje en las transformaciones,
aprendizaje en el placer.” Sin embargo, la actividad central del que
aprende no es escribir sino leer. “Leer
hasta que las pestañas tiemblen de cansancio.”
W.G.
Sebald (Pútrida patria)
Paul Nougé, A New Way of Juggling, 1929