La intriga del cuento de Cortázar Las babas del diablo, escrito en 1959 e incluido en el libro Las armas secretas, narra la historia de Roberto Michel, un traductor franco-chileno, residente en París, aficionado a la fotografía, que toma una foto accidentalmente en un parque a una mujer que besa a un adolescente.
"Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros." (Cortázar, 304: 2004).
Ponti compró por 4.000 dólares a Julio Cortázar los derechos de autor de su cuento. "Por 'Blow up', ese genio de las finanzas modernas que es Carlo Ponti me ofreció y yo acepté, 4.000 dólares; ellos ganaron 25 millones con la película. Eso no tiene ninguna importancia. El resultado es que Antonioni hizo una admirable película y él se dio el gusto"
En la película la reflexión sobre la imagen es quizás el punto más importante que inspira Blow up.
¨La idea de Blow up me vino al leer un breve relato de Julio Cortázar. No me interesaba tanto el argumento como el mecanismo de las fotografías. Descarté aquel y escribí uno nuevo, en el que el mecanismo asumía un peso y un significado diversos¨ (Antonioni, 337: 1970). La película, tal y como lo reconoce Antonioni, descarta la posibilidad de poner en escena la obra de Cortázar de una forma clásica, en todo caso el director entiende que el punto de partida puede estar más allá de la formal traducción/traición hecha de una lengua a otra, o de un lenguaje a otro.
Cortázar, Julio; Cuentos completos / 1; Punto de lectura; Buenos Aires, Argentina; 2004.
Cortázar, Julio; Papeles inesperados; Alfaguara; México D.F., México; 2009
Antonioni, Michelangelo; El grito, Las amigas, La aventura, Blow up; Alianza Editorial; Madrid, España; 1970. (Trad. esp. de Blow up, Antonio Elorza)
Font, Domènec; Michelangelo Antonioni; Ediciones Cátedra; Madrid, España; 2003.
David Hemmings en Blow Up
Crítica en filmaffinity de Blow up
Seguramente conocerán Vds. esa leyenda urbana que afirma que una vez un tipo vio una película de Antonioni hasta el final. Evidentemente es un bulo, porque las películas del director italiano son tan densas, y los temas que tratan poseen tal gravedad, que nada -ni la luz, ni el tiempo, ni el aburrimiento- puede escapar a su fuerza de atracción; por tanto carecen de todo principio o final, y son, consecuentemente, infinitas y eternas, como Dios o la resaca de la sangría. Uno no ve una película de Antonioni: es absorbido por ella. Una sinopsis estándar de ésta diría algo así como: "Durante un verano del Swinging London de los 60, un fotógrafo de modas cree haber registrado un asesinato con su cámara. Su deseo de conocer qué ocurrió en realidad le llevará a un viaje…", etc. Sin embargo, como no podía ser de otra forma estando basada en un cuento de Cortázar, en esta película hasta la realidad es engullida por un agujero negro. De modo que, siguiendo la lógica cuántica, hay en ella un crimen sin víctima, una trama sin acción, efectos sin causa y una historia sin sentido. Por todo lo cual resulta indefectible y absolutamente hipnótica.
Daniel Andreas: FILMAFFINITY
"Insoportable"
Carlos Boyero: Diario El Mundo
"El maestro Antonioni recrea un Londres pop y psicodélico que oculta más aristas de las previsibles. Una película de intriga que esconde a su vez otras tramas. (...) Buena."
Miguel Ángel Palomo: Diario El País
A continuación dejo el relato de Julio Cortázar (1914-1984)
Las Babas del diablo.
Nunca se sabrá cómo hay que contar
esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando
continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron
subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la
mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros
vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos
a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera
sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir.
La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una
máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una
máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes.
Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se
quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen
las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de
todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que
sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no
veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme
(ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy
muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el
momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta
punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las
puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me pregunto por qué tengo que
contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace,
si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora
pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha
contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y
no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el
cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su
trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse
de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o
de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando
dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio
roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la
oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,
siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco
de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre,
justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol
insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de
ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que
lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de
repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que
verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy
viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que
es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para
estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que
fuere.
Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo
qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si
se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto
sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo
de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar
correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada;
mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que
lo lea.
Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas,
salió del número 11 de la
rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de
noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes
plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del
tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la
Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un
viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas
persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de
diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol
estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada
me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la
Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las
once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé
hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato
el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me
vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme
de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y
el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero
en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente
feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la
nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse
tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y
dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier
repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10
de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como
el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo
de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que
vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera
siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que
la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no
desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el
tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora
mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río,
mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar
fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las
cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después seguí por el Quai de Bourbon hasta
llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no
por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta.
No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora
pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé
envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé
los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un
cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al
tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo que había tomado por una pareja se
parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba
cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido
que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o
abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba
tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un
potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida
una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y
sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un
miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía
como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y
lastimoso decoro.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco
metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla— que al
principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora,
pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de
golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí),
cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije
que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los
apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar
rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin
la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no
hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé
la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el
mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo
esto es más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el
verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro
que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y
esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel
casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora
soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que
recortaba su cara blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de
pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre
las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No
describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango
verde.
Seamos justos, el chico estaba bastante
bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de
su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver
los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le
vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo,
arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha
peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce,
quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero
sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes
de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las
calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la
última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas
verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las
doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero
de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser
la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por
eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad
misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos
estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista
pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los
encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por
un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de
cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la
presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero
acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré
ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico
y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el
chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de
ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta
la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba
eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo
vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el
diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle
miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco,
fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque
estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las
etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente,
sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita,
una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo
caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta
el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la
iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo,
hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a
menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de
la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo
esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba,
sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una
foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y
mirándose.
Curioso que la escena (la nada, casi: dos
que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé
que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su
tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris
sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y
que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de
un auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la
belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había
estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla.
Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento,
la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también
el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela
de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario
estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda
expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito
entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no
mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él
(su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí,
sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma
dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese
árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...
Levanté la cámara, fingí estudiar un
enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por
fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el
movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo,
si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho.
La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle
fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura
deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa,
casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente,
que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del
chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo
que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la
escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que
pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón
lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e
hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá,
pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara,
no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes,
la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por
separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar
y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser
así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba
para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo
de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de
ninguna manera podía ser ese chico.
Michel es culpable de literatura, de
fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos
fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba
a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad.
Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días,
porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en
el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo
para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el
chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente
hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en
una pequeña imagen química.
Lo podría contar con mucho detalle pero no
vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin
permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz
seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a
cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de
película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas
por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la
fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta
con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba
socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo
no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr,
creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al
lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
Pero los hilos de la Virgen se llaman
también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones,
oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en
sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato.
Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del
sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un
papel en la comedia.
Empezó a caminar hacia nosotros, llevando
en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es
de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba
de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de
los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo
el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y
seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y
visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba
cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de
charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé
por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la
foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y
la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo
insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la
cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura
de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos.
No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la
mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico
y absurdo gesto del acosado que busca la salida.
Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora
mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que
Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la
Sainte-Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba
ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado
en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y
el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la
ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche.
No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de
la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la
punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una
pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en
esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida
realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera
y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba
el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras
del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable
(ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los
dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la
ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada
rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la
cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue
estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de
frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son
esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde
mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres
metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto
de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta
de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y
aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba
la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan
buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a
veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente
para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y
me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba
irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga
ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara
blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido
demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la
pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada
demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo
importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a
tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba
suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro
entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo
útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor
era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla;
Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el
fondo, aquella foto había sido una buena acción.
No por buena acción la miraba entre párrafo
y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué
había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos
fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi
furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la
terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo
una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan
cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol
agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
Pero las manos ya eran demasiado. Acababa
de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque
des difficultés que les sociétés— y vi la mano de
la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada,
una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que
cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había
agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe
de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un
prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le
hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla
y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que
receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía
hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde
Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris,
cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del
chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la
mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre,
detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre
hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos
en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que
tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre
esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente
inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba
a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la
realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía
ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su
terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante,
seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la
vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan
simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las
lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer
nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una
fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que
iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos
tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas
vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,
ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y
yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto
piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada
más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban
a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de
que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a
aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que
huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una
pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de
perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un
inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se
tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo
segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el
árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil
salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba
creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y
sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con
los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y
rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver
como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la
imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa
de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al
viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a
volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba
a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a
ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer
se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de
la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía
temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al
primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que
borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé
la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran nube blanca, como todos
estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una
nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo
purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir
los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que
entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la
derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una
enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se
ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se
aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las
palomas, a veces, y uno que otro gorrión.