John Baldessari
Entrevista con Paul Ardenne:
En una de sus conferencias, aquí, en Lima,
usted dijo que la actividad de un fotógrafo se hallaba expuesta a
múltiples riesgos. Específicamente, ¿a qué se refería?
Pues, a que una imagen nunca es “el mundo”, sino apenas una “imagen del mundo”.
Suena tautológico, por supuesto, es un lugar común; pero existe la
necesidad de remarcarlo, hoy, cuando se ha olvidado, en cierto modo, que
una imagen no es más que una aproximación muy condicionada a la
realidad, nada más que una elección, o una forma de ver, entre muchas
otras formas de ver. Toda imagen, por definición, será siempre
una mentira y un simulacro; toda imagen se comunicará con otras
imágenes, tan o más mentirosas que ella. Ahora bien, si
construimos nuestra representación del mundo, a partir de una cierta
“imagen del mundo”, entonces tenemos ante nosotros un asunto complejo.
Últimamente, me ha interesado la imagen documental —más aún, el próximo
año, en Francia, publicaré un libro al respecto—; y lo que me ha llamado
la atención es una suerte prestigio de que goza la imagen documental,
con relación a su supuesta capacidad infalible para mostrar la verdad
tal cual es. Claramente, un prestigio de esta índole carece de sostén
alguno. Por el simple hecho de ser una imagen, lo documental constituirá
siempre una ficcionalización, una teatralización y una puesta en
escena.
Si deseamos definir, entonces, la verdad de una fotografía, ¿cuál sería un método válido?
Resulta
imposible aprehender algo así como “la verdad de la imagen
fotográfica”; ésta no es más que un punto de vista “óptico”, algo así
como un punto de vista al cuadrado, que ni siquiera puede soñar con
transmitir la verdad. La fotografía depende de clichés, se alimenta de
prejuicios; voy a ofrecerles un ejemplo. Una fotógrafa de la Escuela de
Arles me invitó a verla trabajar; su proyecto era la vida del campo. ¿Y
en qué se fijó, esa fotógrafa? Pues, en gente que cocinaba, en personas
que trabajaban, en individuos que dormían en casas pobres. Algo de
verdad habrá habido en sus imágenes, ¿no?, pues, a fin de cuentas, los
campesinos cocinan, trabajan y duermen en casas pobres; pero esas
imágenes correspondían, sobre todo, a cierta concepción de la vida
campesina que ella, la fotógrafa, tenía en la cabeza antes de hallarse
sobre el terreno mismo; es decir, no hizo más que prolongar, que
plasmar, sus prejuicios.
Otro ejemplo, éste, más cercano a ustedes. Hace un par de días —estuve por allí, dictando una charla—, un profesor de la Universidad Católica
me regaló un libro bastante grueso; no lo tengo conmigo, lástima, se
los hubiera mostrado; ese libro compila la producción de los talleres de
fotografía de la Universidad Católica,
en algo así como una década de trabajo. Pues bien, discúlpenme, no
quiero ser agresivo ni maleducado, pero ese libro me pareció espantoso.
Los alumnos, los participantes de esos talleres, habían recibido la
tarea de fotografiar “a la gente del Perú”, habían viajado a los Andes.
Yo no vi más que fotografía argéntea, en blanco y negro. ¿Y por qué no
en color?, me pregunté, de inmediato… Todos los alumnos habían utilizado
filtros, en el momento de las tomas, y todas las imágenes habían sido
retocadas, siempre, en el positivado, con la finalidad “estética” de
ennegrecer el cielo y de resaltar las nubes; y, como por obra y gracia
de la casualidad, la gente se mostraba en grupo —y, por lo tanto, la
idea de comunidad quedaba exaltada—; y la gente del Ande siempre eran
mostrados muy pulcramente, muy limpios (sic). En resumen, un cliché del
pueblo unido, comunitario en su miseria. En ese libro de la Universidad Católica, yo solo vi la realidad andina manipulada en nombre de convicciones socialistas o guevaristas.
A
su juicio, ¿esas imágenes buscaron la verdad, pero no la encontraron?
¿Se animaría a esbozar una diferencia teórica entre “verdad y veracidad”
de la imagen?
La
fotografía no es más que un encuadre y no tiene nada que ver con la
verdad. Si capturásemos la entrada de este hotel, por ejemplo, el
espectador no sabría qué hay al costado, ni qué hay arriba (tal vez ni
siquiera se percatase de que estamos en un hotel). Acaso una imagen
móvil se acerque más a la veracidad —vale decir, a la imitación de la
realidad—, porque la cámara puede desplazarse, y el sonido puede ser
agregado; pero, como fuera, en cualquier imagen siempre faltarán el
olor, la temperatura. Que un creador de imágenes, a inicios del siglo
XXI, continúe empeñado en reproducir la realidad, por favor, eso carece
de sentido. Acabo de ver la exposición “Mirafoto”; me pareció muy mala, malísima. No les estoy diciendo que, en Europa, las cosas sean mejores: la semana pasada vi Paris-Photo,
y me pareció igual de mala, la misma farsa. La crisis no es Mirafoto,
la crisis no es el “mes de la fotografía en París”; la crisis es la
fotografía en sí misma, que se siga diciendo que una imagen puede hablar
por el mundo, cuando, por definición, se halla impedida de hacerlo.
Salvo que sea utilizada como una mera herramienta, además, bastante
limitada, a la manera de un pincel —salvo que tenga una finalidad
artística—, la fotografía no tiene razón de existir. Una imagen
artística no me incomoda, no me ofende; nunca una fotografía artística
ha intentado “ser” la realidad, sino una alegoría. La crisis, pues, yace en el mito de la fotografía como documental. Ese mito estuvo vivo y tuvo vigencia, en la época de Robert Capa,
pero, incluso entonces, se recibían las imágenes como visiones
parciales del mundo, visiones particulares, rápidas, fugitivas y falsas.
Sí, en efecto, ha habido un mito de la fotografía. Pero, ahora, ni
siquiera queda eso; ahora, sólo hay festivales, muchos festivales, que
no sirven para nada y que deberían ser suprimidos.Ver entrevista completa en:http://lacinefilianoespatriota.blogspot.com.es/2007/12/los-riesgos-de-la-imagen-entrevista-con.html
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