Toda visita al estudio de un artista
empieza como una pieza musical, un rumor de voces, los músicos que se van
sentando, el ruido de los instrumentos al colocarse, sillas, toses y de repente
un silencio ante la aparición del director.
El comienzo de algo siempre es una
espera, un tránsito de la nada al lleno, del vacío a la plenitud de las formas.
Un silencio que se trastoca en el estudio de Serzo en tropel de palabras que se
derraman constantemente y que se asocian a las imágenes que crea, a sus
historias y a la sustancia que las anima, sus esculturas, sus dibujos y sus
cuadros.
Entran en escena la gran ilusión, la
búsqueda de algunas verdades y la confirmación del propio acto del que hacer y del
como hacer.
Tal es la intensidad de la repetición de
sus temas, de la compulsión de sus trabajos,
que la fuerza de este Daimon para los griegos, o “el genio” para los
Romanos, le lleva a indagar en el origen más profundo de su vocación, allá
entre las bambalinas del teatro de su madre en el Albacete profundo.
Expone así su alma sin pudor, libre,
nutrida de experiencias vividas para nosotros, habla de oportunidades, puertas
que se abren o se cierran, del destino, de triunfos y derrotas, del despliegue
de su vocación siguiendo el rastro honesto del corazón.
La tarde ya pasó y he de poner fin a este
regalo de tiempo rebosante de creatividad y a su sinfín de estímulos
conceptuales y visuales.
Pero lo que Serzo no ha terminado,
continúa.
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Se necesita de nuevo el silencio, quedarse
quieto, suspendido, dejando que un espacio limpio y de quietud, permita seguir
tras ciertos ecos, resonancias que a la larga conectarán con la propia
experiencia.
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